20 de enero de 2020

“El único sacrificio válido para quitar los pecados del mundo y del hombre, es el de Jesús, el nuevo Cordero de Dios”.


El saludo de san Pablo a los cristianos de Corinto (I Cor. 1, 1-3) se dirige también a cada uno de nosotros.

 Podría decir concretamente que saluda a los cristianos que residen en Santa Fe, y más particularmente a quienes estamos en esta misa celebrando la Pascua semanal. Nos recuerda que fuimos santificados en Cristo Jesús y llamados a ser santos, junto a aquellos –continúa- que en cualquier lugar invocan el nombre del Señor.
¿Por qué podemos decir que fuimos santificados en Cristo? la respuesta la encontramos en el evangelio proclamado hoy, donde Juan Bautista realiza algunas afirmaciones en relación con Jesús.
Por un lado (Jn. 1, 29-34) señala “Éste es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo”, a su vez afirma que fue consagrado por la presencia del Espíritu para una misión concreta, la de rescatar a la humanidad del pecado, concluyendo con su testimonio “Yo lo he visto y doy testimonio de que Él es el Hijo de Dios”.
Este texto evangélico, pues, se presenta como una epifanía o manifestación acerca de la Persona y misión de Jesús, cuya aceptación por el cristiano permite su santificación personal.
A lo que conocimos de Jesús durante el tiempo de Navidad -recientemente concluido- en cuanto Él es el que salva, agregamos hoy la comprensión de qué somos salvados ya que “es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo”,  y el modo por el que esto se realiza, que es el misterio de la cruz y resurrección, aplicado a cada uno porque “Ése es el que bautiza en el Espíritu Santo”.
En la antigüedad era común el sacrificio de animales, o dicho de otro modo,  ofrecer “el chivo expiatorio” que cargaba sobre sí los pecados del hombre, con cuya sangre era rociado el pueblo para librarlo. Evocando la historia de la salvación, a su vez, sabemos que el pueblo de Israel sacrificaba el cordero pascual que actualizaba el hecho de la liberación de la esclavitud en Egipto, y que incluso se había caído en la condenada costumbre de sacrificar niños cuando fue inficionado Israel con costumbres paganas.
Todo esto ha caducado, y el único sacrificio válido para quitar los pecados del mundo y del hombre, es el del nuevo Cordero de Dios.
Cordero de Dios sacrificado en la cruz, cuya presencia entre nosotros asegura el cumplimiento de su misión salvadora a lo largo de los siglos, la de salvarnos, y librarnos del pecado por el que vivimos muchas veces olvidados y prescindentes de Dios y del prójimo.
Sin embargo, no es suficiente el sacrificio de Jesús muriendo en la cruz y resucitando, sino que es necesario para recibir tantos dones divinos, que respondamos por medio de la conversión del corazón con la decisión de emprender una nueva vida.
Para lograr esta renovación espiritual, Cristo instituyó los sacramentos, y así, por el bautismo se nos abre la puerta de la salvación, por la reconciliación recibimos el perdón de los pecados personales, previo arrepentimiento y propósito de enmienda, y por la Eucaristía, Él se hace presente como “Cordero de Dios”, al actualizarse el sacrificio de la Cruz y entregándose como alimento.
Habiendo muerto una vez para siempre, Cristo nos renueva permanentemente, siempre que cada creyente se entregue a la salvación que se le ofrece, desiste del pecado y decide caminar por una nueva vida de santidad, retornando por el dolor de los pecados cada vez que nos apartamos del seguimiento del Señor.
Ahora bien, este camino de santidad se presenta a cada uno como camino de luz, siguiendo al Salvador con obras de “luz” y de verdad.
Precisamente el profeta Isaías (49, 3-6) mirando hacia el futuro anuncia al Mesías, el siervo humilde que por su sacrificio personal restaurará a las tribus de Jacob, hará volver a los sobrevivientes de Israel, y más aún, universalizando su misión salvadora es destinado “a ser la luz de las naciones, para que llegue” su presencia y su obra “hasta los confines de la tierra”.
Esta afirmación nos hace ver que el peor pecado que se comete habitualmente es contra la luz, que consiste en rechazar a Jesucristo, Luz del mundo,  es decir, cuando las obras humanas pertenecen a las tinieblas del maligno, como lo destaca san Juan (cap. 1).
En nuestros días, tomamos conciencia cuán alejado está el mundo y la humanidad de Dios, pesando la cultura de la oscuridad en el obrar humano, en un mundo donde se multiplican los atentados contra la vida, los asesinatos y violencia sin fin, y donde la injusticia pesa cada vez en la sociedad y no pocas acciones que realiza el hombre.
A nosotros los creyentes se nos plantea una vez más la necesidad de llevar al mundo el mensaje de Jesús, haciendo ver que tantas miserias y pecados que abundan por doquier, se corrigen en la medida que vivamos iluminados por la luz de Cristo, dispuestos a transformar la sociedad por medio de la enseñanza y vida del Señor.
Queridos hermanos: como creyentes, vayamos al encuentro de Jesús por medio de continuas súplicas, implorando de su bondad la gracia de convertirnos y vivir en la luz que proviene del que quita los pecados del mundo, el Hijo de Dios vivo.


Padre Ricardo B. Mazza. Párroco de la parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la Vera Cruz, Argentina. Homilía en el II° domingo durante el año. Ciclo “A”. 19 de enero   de 2020.-http://ricardomazza.blogspot.com; ribamazza@gmail.com.-







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