16 de marzo de 2020

Cansado llega el Señor al pozo de Jacob, buscando al pecador que se le escabulle y le ofrece “el agua viva” de la gracia.

Los israelitas ante las necesidades materiales que padecen en su camino a la tierra prometida protestan contra Dios y Moisés. La pregunta desafiante que formulan es “¿El Señor está realmente entre nosotros, o no?” (Éx. 17, 1-7).

En el salmo interleccional repetíamos la antífona “Cuando escuchen la voz del Señor, no endurezcan el corazón” (Ps. 94, 1-2.6-9), con lo cual advertimos que la dureza del corazón humano provoca el aparente silencio divino ante un pueblo que le es infiel con frecuencia.
Nosotros, tal vez, pensemos lo mismo por lo que padece la humanidad con el flagelo del coronavirus, y al igual que los israelitas preguntemos “¿El Señor está realmente entre nosotros, o no?”, mientras no pocos incrédulos sólo confiarán en la fuerza del hombre.
La respuesta aparece claramente en el obrar siempre bondadoso de Dios, que promete “Yo los sanaré de su apostasía, los amaré generosamente, porque mi ira se ha apartado de ellos” (Oseas 14, 2-10).
Y así, por ejemplo, ante la sed de agua que tortura a los israelitas en el desierto mientras se dirigen a la tierra prometida, Dios sale a colmarlos en su necesidad con el agua abundante que brota de la roca en el Horeb, lugar de la entrega de la ley que sintetiza la Alianza.
Dios, por lo tanto, es el agua viva que sacia la sed del hombre en búsqueda siempre, aunque no reconocida, de la presencia divina.
El texto del evangelio (Jn. 4, 5-42) proclamado, describe el encuentro de Cristo con la samaritana, el encuentro de la salvación con el pecador arrepentido que crece en la fe aceptando poco a poco al Señor.
Llega el Señor cansado al pozo de Jacob, agotado de tanto andar por el mundo buscando al pecador que se le escabulle permanentemente.
Pero el Señor insiste casi como suplicando a la samaritana “dame de beber”, porque está sediento del alma de esta mujer que se marginó voluntariamente de la amistad divina, y que se sorprende ante la súplica de parte de un judío, dada la enemistad reinante entre ellos.
De allí, que ante el asombro de la mujer dirá con mansedumbre “Si conocieras el don de Dios y quién es el que te dice: “dame de beber”, tú misma se lo hubieras pedido, y Él te habría dado agua viva”.
¡Hermosa propuesta de Jesús de entregar el don de Dios que sacia totalmente al hombre perdido entre las cosas materiales y perecederas!
La samaritana y todo hombre que vienen a este mundo, recurren siempre, por lo general, a la fuente de los bienes temporales que no sacian, y que más aún agudizan el vacío interior, sin colmarlo nunca.
Tan atados al mundo pasajero en el que habitamos, transcurre nuestra humana existencia, que perdemos de vista lo más importante que es vivir como amigos de Jesús, saciándonos de sus dones celestiales.
Cuando bebemos del agua de la roca que es Jesús, no sólo miramos lo temporal en su verdadera dimensión, sin enceguecernos por una felicidad fugaz, sino que recibimos el don perfecto, el Espíritu Santo, cumpliéndose en el hombre la promesa de que “El agua que Yo le daré se convertirá en él en manantial que brotará hasta la Vida eterna”.
El tiempo de cuaresma que transitamos debería ayudarnos a orientar nuestra existencia a la roca que sostiene nuestra vida, Cristo mismo.
En el primer domingo de cuaresma meditamos sobre el deseo del hombre de querer ser como dios y cómo esto culmina en la pérdida de la amistad con el Creador percibiéndonos desnudo ante Él.
En el segundo domingo, nuevamente ante la debilidad del hombre que es capaz de negar al salvador en medio de las persecuciones del mundo, se le promete por la transfiguración la felicidad eterna.
En estos días, la experiencia dolorosa del coronavirus permite concluir,  una vez más, cuán débil es el hombre, y cuán vano cuando piensa que es poderoso, cuando en realidad está desvalido sin la presencia divina.
Pero, a su vez, esta comprobación de la fragilidad humana, debe llevarnos a estar ciertos que fundados en la debilidad de la “carne redentora de Cristo” podremos salir adelante y fortalecidos  después de la prueba para vivir la fe recibida desde antiguo.
Esto nos hace ver nuevamente la necesidad de encontrarnos con el Señor que ofrece en abundancia sus dones de salvación, ya que es fuente del “agua viva” de la gracia, afianzándonos en la condición de hijos adoptivos de Dios, recibida en el bautismo.
Precisamente, la palabra de Dios nos recuerda hoy que afianzados en Jesús, nos gloriamos en la esperanza de la gloria de Dios que no es defraudada ya que “el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo, que nos ha sido dado” (Rom. 5, 1-2.5-8).
La samaritana, que en el pensamiento de los Padres de la Iglesia representa a la Iglesia que viene de los gentiles, hace su itinerario de fe, convirtiéndose y llevando a sus compatriotas el testimonio de lo que el Señor ha realizado en su interior.
La Iglesia, nuevo pueblo de Dios, manifestará a su vez, el carácter misionero de su identidad, llevando la salvación a todo el mundo como le encomendara el mismo Jesús en los albores de la evangelización en Galilea.
Queridos hermanos: sintiéndonos nuevamente enviados por el Señor, vayamos al encuentro del hombre de nuestro tiempo, para manifestarle la necesidad de reconocer la debilidad de la que estamos revestidos  e ir a la fuente viva de la vida que es el Salvador  de todos.


Padre Ricardo B. Mazza. Cura párroco de la parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la Vera Cruz. Argentina. Homilía en el 3er domingo de Cuaresma. Ciclo “A”. 15 de marzo de 2020. ribamazza@gmail.com; http://ricardomazza.blogspot.com




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