30 de marzo de 2020

La fe en la divinidad de Cristo conduce a la esperanza de la vida eterna, asegurando al creyente su presencia salvadora en este mundo.

Cantábamos con profunda fe en el salmo responsorial (Ps 129) “Yo pongo mi esperanza en Ti Señor y confío en Tu palabra”.

Esto pensaban ciertamente los judíos exiliados en Babilonia, carentes de  todo en los diversos ámbitos de la vida, a causa  del destierro.
Sin embargo, Dios por medio del profeta Ezequiel (37, 12-14), tal como acabamos de escuchar en la primera lectura, les promete la restauración, el regreso a su tierra y vivencias como pueblo elegido.
Este texto bíblico, por cierto, no sólo refiere a un hecho histórico concreto, sino que también apunta a lo que vendrá en el futuro, la restauración que esperamos traerá Jesús cuando afirma “Yo soy la resurrección y la vida el que crea en mí, aunque muera vivirá”.
En efecto, la liturgia de este quinto domingo de cuaresma permite contemplar la victoria de la vida sobre la muerte, y así,  aunque la muerte corporal o la pérdida de la gracia y amistad con Dios estén presentes en la existencia del hombre, no tendrán la última palabra.
En este sentido, en cuaresma, mirando cada uno su vida interior, contemplemos cuántas veces estuvimos muertos por el pecado, pero sabiendo que Jesús puede y quiere descorrer la losa que nos sepulta.
Solamente el Señor puede sanarnos interiormente de tal manera que sea realidad vivir lo que nos describe el apóstol san Pablo (Rom. 8, 8-11) “ustedes no están animados por la carne sino por el espíritu, dado que el Espíritu de Dios habita en ustedes”.
En este aspecto sabemos que en nuestro interior luchan entre sí las obras de la carne, es decir, del pecado, con el espíritu del bien, pero estando seguros que con la gracia de Dios es posible vencer las trampas del maligno para revestirnos de la verdad y del bien.
Ahora bien, contemplando el texto del evangelio (Jn. 11, 1-45) nos encontramos con la enfermedad de Lázaro de Betania.
 “Había un hombre enfermo”, dice el texto, es decir, “in-firmus” no firme, situación propia de la debilidad de los hombres como creaturas finitas, ya que no estamos ni vivimos “firmes” todo el tiempo, es decir, con todas nuestras fortalezas siempre en acto.
Pero en medio de esta debilidad propia del ser humano, de la que somos muy conscientes en nuestros días por el coronavirus, estamos insertos en un tiempo especial de gracia, si lo miramos desde la fe.
La realidad de la debilidad es patente para todos hoy, de allí que la posibilidad incluso de la muerte está en el horizonte colectivo sin excepción para nadie, sin que privilegie edad o condición alguna.
De allí que tengamos la oportunidad de preguntarnos sinceramente qué nos quiere decir o enseñar nuestro Creador por medio de todo esto,  recordando a Jesús  que  ha dicho “Sin mí nada pueden hacer” (Jn. 15).
El hombre que pretendió ser dios, como meditamos el primer domingo de cuaresma, se convierte en un ser débil, temeroso, incapaz de solucionar los problemas que le aquejan y doblegan.
Acerca de la enfermedad de Lázaro, Jesús afirma “Esta enfermedad no es mortal; es para gloria de Dios, para que el Hijo de Dios sea glorificado por ella”, palabras semejantes a las dichas con  ocasión de la curación del ciego de nacimiento que manifestaría “las obras de Dios”.
Lo mismo podemos decir hoy, esperando se manifiesten “las obras de Dios” y que Jesús sea glorificado por esta enfermedad, en el sentido de intentar recuperar el sentido de la cuaresma buscando una verdadera conversión que nos permita incorporar a Dios en nuestras vidas y buscar fortalecernos en lo que realmente importa y santifica.
Al igual que Marta, nosotros podríamos expresar también: “Señor, si hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto”, sin caer en la cuenta que Él está con nosotros, aunque de un modo diferente, porque con la resurrección de Lázaro quedarán en evidencia las obras de Dios.
La fe en la resurrección de los muertos que profesa Marta, se eleva por medio de Jesús, a la certeza de la gloria definitiva, al aceptarlo como Hijo de Dios, como la resurrección y la vida, que otorga en abundancia.
Vemos entonces que la fe en la divinidad de Cristo conduce a la esperanza de la vida eterna,  asegurando para el creyente la presencia salvadora del Señor mientras transitamos por este mundo en el que no pocas veces están presentes las dificultades y  peligros.
Es necesario nos preguntemos si creemos en Cristo Jesús como Hijo de Dios, y confirmado esto, interrogarnos si creemos que Él es la resurrección y la vida y que por lo tanto nos sacará del pecado y de la muerte del alma, si nos unimos en este mundo a su vida y promesas.
El encuentro con el Señor ayudará a comprender el sentido pleno de la vida y de la muerte, esperando por su resurrección la gloria eterna.
Nos dice el texto del evangelio que Cristo lloró ante la muerte de Lázaro, lo cual hizo exclamar a los judíos “¡Cómo lo amaba!”.
Pues bien, también hoy el Señor llora cada vez que morimos por el pecado perdiendo la gracia santificante, y llora ante tantos muertos víctimas del olvido del hombre o de la pandemia del coronavirus.
Porque  Jesús nos ama a pesar de nuestros pecados, viene a nosotros para descorrer la losa de lo irremediable y enseñarnos que con Él nada hemos de temer, y que cuando sea para nuestro bien, cesará toda pena y sufrimiento temporal.
Mientras tanto convirtamos el corazón endurecido por el pecado en uno de carne como enseña la sagrada Escritura, abierto a la bondad divina, con el deseo de vivir seriamente la fe en el Cristo Vivo.


Padre Ricardo B.  Mazza. Párroco de la parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la Vera Cruz,  Argentina. Homilía en el quinto domingo de Cuaresma, ciclo “A”. 29 de marzo de 2020.- http://ricardomazza.blogspot.com; ribamazza@gmail.com.-






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