6 de abril de 2020

La entrada triunfante del Señor en Jerusalén, es el comienzo del camino de su anonadamiento hasta la muerte en Cruz, y gloriosa resurrección.

En este Domingo de Ramos, con el que comenzamos la Semana Santa, actualizamos el momento en que Jesús es recibido en Jerusalén y es aclamado por la multitud que grita con entusiasmo:  “¡Hosanna al Hijo de David! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor! ¡Hosanna en las alturas!” (Mt. 21, 1-11), y más todavía “Cuando entró en Jerusalén, toda la ciudad se conmovió y preguntaban: “[¿Quién es éste?]. Y la gente respondía: [Es Jesús, el profeta de Nazaret en Galilea]”

Pero esta entrada, podríamos decir, “gloriosa” del Señor, es el comienzo de un camino distinto,  el camino de su  anonadamiento.
Precisamente, San Pablo (Fil. 2,6-11), al que escuchamos en la segunda lectura de la liturgia de hoy, decía: “Jesucristo, que era de condición divina, no consideró esta igualdad con Dios como algo que debía guardar celosamente; al contrario, se anonadó a sí mismo, tomando la condición de servidor y haciéndose semejante a los hombres.”
En relación con esta afirmación del apóstol, y de un modo muy escueto, san Ignacio de Loyola, al contemplar los misterios de la Pasión del Señor en los ejercicios espirituales, invita al ejercitante a contemplar “cómo la divinidad se esconde”, y penetrar así en la humillación constante de Jesús a causa de nuestros pecados, de los que quiere redimirnos.
El contemplar cómo la divinidad se esconde, por lo tanto, es precisamente a lo que nos invita  el apóstol san Pablo y que ya anticipara el profeta Isaías (50, 4-7) al decir: “Ofrecí mi espalda a los que me golpeaban y mis mejillas, a los que me arrancaban la barba; no retiré mi rostro cuando me ultrajaban y escupían”.
A lo largo de estos días de Semana Santa, pues, tenemos la oportunidad de ir contemplando este hecho evidente, cómo la divinidad se esconde.
Se esconde incluso hasta el mismo Jueves Santo, cuando el Señor decide permanecer lejos de nuestra mirada a través de las especies eucarísticas.
La divinidad se esconde cuando Jesús “tomando la condición de servidor y haciéndose semejante a los hombres”, se hace pecado, es decir, carga con el peso de nuestras culpas,  soporta el travesaño que lo hace caer tres veces, y del que colgará para su máxima ignominia, transformándose en un desecho humano.
La divinidad se esconde cuando Cristo mismo proclama su profunda soledad al exclamar dolorosamente “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” (Mt. 27), recordando la promesa incumplida de la profecía de Isaías (50, 4-7) “Pero el Señor viene en mi ayuda: por eso, no quedé confundido; por eso, endurecí mi rostro como el pedernal, y sé muy bien que no seré defraudado”, aunque pensando también que la ayuda que recibiría es para no claudicar como hombre en el cumplimiento de la voluntad del Padre, al quien siempre ha escuchado y obedecido.
La divinidad se esconde cuando Cristo padece la muerte en Cruz y es sepultado hasta el momento de la resurrección.
Toda esta vivencia de la divinidad escondida nos ha de llevar a buscarnos a nosotros asimilados a la humillación de Cristo, de manera que muriendo al pecado y  muriendo como Él, por obediencia al Padre, podamos participar un día de su gloriosa resurrección.
Con esta certeza que otorga la fe, así como María Magdalena y la otra María estaban delante de la tumba esperando, también a nosotros se nos invita a estar en vigilia todos estos días, participando, eso sí, de los dolores del Señor, hasta el momento de la resurrección.
El momento en que nuevamente el Señor, vuelto a la vida, va a realizar todo aquello que nosotros esperábamos con fe, la vida nueva, la gracia, que se ofrece a todos los que lo sigamos fervientemente.
Queridos hermanos, Cristo Nuestro Señor se hace servidor de todos, pero quiere que cada uno de nosotros también lo imitemos en esta forma de siervo, y no solamente sirviendo a Dios sobre todas las cosas, sino también sirviendo a nuestros hermanos, para que luego, participando del momento de la Cruz, donde pareciera que todo fracasa, podamos resultar vencedores el mismo día de la Resurrección.
Caminemos entonces confiadamente en estos días y pidamos humildemente que el Señor nos llene de su gracia y de sus dones para que los frutos de su Pasión, de su Muerte y su Resurrección, lleguen abundantemente al corazón de cada uno de nosotros, de nuestras familias, de la sociedad toda.
Que así entonces, convertidos, cambiados, y transformados, podamos vivir una vida totalmente nueva, más allá de las vicisitudes de cada día. Más allá de las enfermedades, especialmente la que nos aqueja en estos momentos, el Señor espera dar lo mejor de Sí mismo a nosotros, para que también nosotros le respondamos entregando lo mejor de cada uno.
Pidamos a su vez la protección de María Santísima, Madre de Jesús y nuestra, a la cual podemos aplicar, con las debidas diferencias, las palabras con las que san Pablo resumió el Misterio pascual de Cristo: “María, aun siendo la Madre de Dios no consideró como un tesoro celoso su relación única con Dios, sino que se despojó a sí misma de toda pretensión, asumiendo el nombre de sierva y apareciendo en su exterior como cualquier otra mujer. Vivió en la humildad y en el escondimiento obedeciendo a Dios, hasta la muerte de su Hijo, y una muerte de cruz. Por esto Dios la exaltó y le dio el nombre que, después del de Jesús, está por encima todo otro nombre, para que al nombre de María toda cabeza se incline: en el cielo, en la tierra y en los abismos, y toda lengua proclame que María es la Madre del Señor, para gloria de Dios Padre. ¡Amén!” (P. Raniero Cantalamessa. 4ta meditación de cuaresma. 3 de abril de 2020)

Padre Ricardo B. Mazza. Párroco de la parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la Vera Cruz,  Argentina. Homilía en el domingo de Ramos, ciclo “A”. 05 de abril de 2020.- http://ricardomazza.blogspot.com; ribamazza@gmail.com.-








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