5 de junio de 2023

Somos hijos predilectos del Padre, fuimos redimidos por el Hijo hecho hombre, y santificados en su amor por el Espíritu.

Después de haber recibido las dos tablas de la ley, Moisés desciende del monte y se encuentra con que el pueblo se había pervertido. Estaban adorando el becerro de oro. Y así, lleno de ira, rompe las dos tablas de la ley y destruye esa imagen idolátrica. Pero Dios tiene otros planes, tanto para Moisés como para el pueblo elegido. Precisamente el texto que acabamos de proclamar como primera lectura (Èx.34, 4b-6.8-9), narra el momento en que sube Moisés con otras dos tablas para renovar la alianza del Sinaí, que había sido quebrantada por el pecado del pueblo. 

Moisés quiere ver y encontrarse con Yahvé, y hacer de intermediario del pueblo de la Alianza, mientras que Dios desciende en una nube, indicando con esto su trascendencia, pero destacando su cercanía, pasando delante de Moisés exclamando "El Señor es un Dios compasivo y bondadoso, lento para enojarse, y pródigo en amor y fidelidad".

Se trata de  una descripción que muestra la personalidad de Dios. Ante esto, seguramente Moisés sorprendido se arrodilla delante de Él e intercede por el pueblo elegido, pidiendo perdón por el pecado de idolatría mientras que Dios insiste en que es el pueblo de su herencia, el cual no se arrepiente de habernos creado y otorgado lo necesario para que pudiéramos ser felices y realizarnos como personas. 

Incluso, aún sabiendo de nuestras infidelidades, y quebrantos permanentes de la alianza, de ese pacto de amor realizado en el Sinaí, cuando Yahvé había dicho, "yo seré el Dios de ustedes y ustedes serán mi pueblo, si escuchan mi palabra, y la practican". 

Dios, entonces, quiere estar siempre cerca de nosotros, por eso no es de extrañar que siendo quien nos ha creado, que es origen y meta de cada uno, haya buscado la forma para que alcancemos  la reconciliación  después del pecado de origen. 

Precisamente en el texto del evangelio (Jn. 3,16-18) Jesús afirma que Dios amó tanto al mundo que envió a su Hijo para que todo aquel que crea en Él  encuentre la salvación, encuentre la vida eterna. 

Comprobamos así que Dios hace siempre todo lo posible para que retornemos a ese diálogo íntimo, personal con Él, aunque no lo merezcamos.

El corazón divino es tan grande que busca siempre que crezcamos en su amor de Padre,  nos mira siempre como hijos predilectos que hemos sido redimidos a través de su Hijo hecho hombre, y santificados en su amor por el Espíritu, que viene siempre a iluminarnos y a fortalecernos en orden a nuestra fidelidad a quien nos ha elegido.

Ahora bien, no podemos tener una imagen de un Dios bonachón, que hace la vista gorda, y así llegar a pensar que es tan bueno que en definitiva perdona absolutamente todo, porque es misericordioso, lo cual es verdad pero requiere de nuestro arrepentimiento verdadero y deseo de cambiar de vida y de entrar en diálogo de amor con Él.

Porque si como persona y basándome en la misericordia de Dios, sigo siendo infiel, olvidándome de que es mi Padre, indudablemente, no puedo esperar otra cosa que el estar separado, manifestando con eso, la falta de fe. 

Porque cuando Jesús dice en el evangelio que el que no crea en el Hijo de Dios hecho hombre no se salvará, no está hablando únicamente del acto de fe, sino  también de las obras que se realizan sin verificarse esa fe.

Por eso es muy importante que, celebrando hoy esta fiesta de la Santísima Trinidad, vayamos creciendo en el culto de adoración al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, tres Personas que subsisten en una sola naturaleza, que son iguales en dignidad, pero  distintas, que han entrado en la historia de la salvación en diferentes momentos con manifestaciones diversas.

Y así al Padre se le atribuye siempre todo lo que es la creación y lo que es la Providencia, al Hijo se le atribuye en cuanto hecho hombre e ingresado en la historia humana, la redención,  y al Espíritu Santo que es el amor entre el Padre y el Hijo se le atribuye la santificación y la misión de guiarnos,  iluminarnos y fortalecernos en orden a nuestra fidelidad a todo lo que es Dios Nuestro Señor.

La vida cristiana no tiene sentido si no está presente la Santísima Trinidad. Ya desde el  bautismo hasta nuestra muerte está presente el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Comenzamos la Misa con la señal de la cruz, y en la administración de los Sacramentos también mencionamos a la Trinidad. En los cánticos, glorificamos al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, de manera que toda nuestra vida está inmersa, en el misterio divino. 

De allí que es muy importante que cada día invoquemos al Padre, sintiéndonos hijos suyos, pidiéndole su ayuda para ser mejores y  merecer todo el amor y los dones que  quiere darnos. 

Cada día hemos de invocar al Hijo hecho hombre, Jesucristo, clavado en la cruz por nuestra salvación, y suplicar al Espíritu divino que venga en auxilio,  nos ayude a ser fuertes en medio de las tentaciones, que no seamos vencidos por las concupiscencias de este mundo, y que, por el contrario, busquemos siempre todo aquello que sirva para la gloria divina y el bien de nuestros hermanos. 

Y digo el bien de nuestros hermanos, porque el mismo San Pablo, en la segunda lectura (2 Cor. 13,11-13) que acabamos de proclamar, justamente insiste en que el crecimiento en la vida espiritual pasa también por ese clima de comunión que debe existir entre todos los creyentes, manifestando así la presencia divina en nuestra vida.

Cngo Ricardo B. Mazza, Rector de la Iglesia Ntra Sra del Rosario en Santa Fe, Argentina. Homilía en el domingo de la Santísima Trinidad, ciclo A, el 04 de junio de 2023.

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