5 de diciembre de 2009

Esperando al Señor que viene en la debilidad de la carne y en su gloria


La Iglesia comienza hoy un nuevo año litúrgico con el llamado tiempo de adviento con el que se prepara el corazón del cristiano para actualizar dignamente la celebración del nacimiento en el tiempo del Hijo de Dios hecho hombre, Jesús.
Es un tiempo de esperanza porque nos lleva a reencontrarnos con el Salvador, es un tiempo de conversión porque cada uno de nosotros ha de cambiar su vida y recibir así con la dignidad de los hijos de Dios a aquél que nacerá nuevamente para el mundo.
Jesús, el rey Mesías, como anuncia el profeta Jeremías (33,14-16), traerá a la tierra el derecho y la justicia.
El derecho, porque Él nos señala claramente que la ley de Dios ha de encuadrar nuestra existencia, y porque nos trae los medios para vivirla. La justicia, porque nos enseña que el deber de ser justos no sólo abarca al prójimo como muchas veces creemos, sino también a Dios.
Es decir que debemos ser justos para con Dios dándole el reconocimiento que se merece, proporcionándole cabida en nuestro corazón, para luego ser justos con el hermano procurándole a cada uno lo que le corresponde.
En este mundo proclive a establecer la justicia humana, lo cual está bien, hay que reconocer que no se vive mucho la justicia para con Dios, de modo que mientras se defienden los derechos humanos –aunque limitados y sesgados por las diversas ideologías que nos circundan-, se olvidan y desprecian los derechos de Dios como Creador de todo bien.
La justicia bíblica, por lo tanto, que anuncia el profeta, es la salvación de Dios, la implantación de un mundo justo, en el que todo está en orden porque Dios es lo primero y el hombre reconoce, adora y ama a Dios.
De esta manera, Jesús, el Mesías anunciado y esperado, nos da la posibilidad que vivamos con seguridad y paz, -nos recuerda Jeremías-, características éstas del Reino mesiánico, que exigen el esfuerzo de colaboración del creyente, realizado en temor y amor.
La actualización del reconocimiento de la primera venida del Señor, por lo tanto, y la vivencia de lo que ésta representa, nos abre nuevamente a la esperanza de que se concrete esta vez, en la actualidad, entre nosotros, lo que anuncia con carácter de promesa el profeta Jeremías.
Y así, el establecimiento del derecho y la justicia, por medio del Salvador, en los términos planteados, no sólo quedará en el anuncio, sino que podrá ser realidad, si a la gracia traída por Jesús, sumamos nuestra incondicional entrega para la transformación de un mundo que tanto necesita de la presencia salvadora de Dios.
Pero este tiempo de Adviento no sólo comunica la continua venida del Hijo de Dios en carne como Salvador, sino que anuncia -en el marco de signos espectaculares- su segunda venida como juez, tal como lo manifiesta el evangelio (Lc. 21, 25-28.34-36).
Para esta segunda venida de Cristo nos hemos de preparar con la actitud propia del cristiano –así debería ser- de profunda vigilancia.
De allí que Jesús nos exhorta a no estar embotados por las cosas de este mundo, aturdidos y encandilados por tantas preocupaciones que nos impiden vislumbrar la fugacidad de lo creado y la proximidad del fin de lo temporal –“porque aquél día se nos echará encima”- , y así poder apreciar la eternidad que se nos promete como realización perfecta de nuestra condición de hijos amados por Dios en su Hijo Primogénito.
Para los hombres que viven absortos en lo que es efímero – y que engañosamente creen que es eterno-, el día de la segunda venida llegará con gran angustia ya que “los hombres quedarán sin aliento por el miedo, ante lo que se le viene encima al mundo, pues las potencias del cielo temblarán”.
Esto es así, porque quienes han puesto su confianza y fuerza en lo que es fugaz, como si fuera permanente, sufrirán una profunda frustración en su existencia creatural al percibir que todo se desmorona.
Quienes –por el contrario- han fundado su vida en el Señor, y lo añoran con vigilante espera, viviendo según su voluntad, el día de la segunda venida será el de la liberación total, no sólo de las persecuciones de este mundo, sino de todo lo transitorio al que no se le ha dado más que el reconocimiento propio de lo perecedero.
Liberación, pues, de lo pasajero, del pecado, de la injusticia, del dolor, para ser incorporados a la gloria eterna superior a esta etapa temporal.
El tiempo de Adviento que enmarca nuestra vida, nos permite por lo tanto, revisar nuestras esperanzas mundanas para transformarlas permanentemente en anhelos de la verdadera plenitud
Se nos insta, por lo tanto, a dejar de esperar en exceso de lo pasajero y precario, de lo que hoy es y mañana ya no existe, para confiar más en las promesas del Señor que nos asegura alcanzar el contemplarlo a Él cara a cara en un presente eterno.
San Pablo (I Tes. 3,12-4,2), advertido por Timoteo acerca del desarrollo espiritual de la incipiente comunidad cristiana de Tesalónica, desea que Dios los colme de “amor mutuo y de amor a todos”, ya que la vida sobrenatural de los que viven en amistad con Dios, es esencialmente progreso, y la caridad, por lo tanto, debe estar en constante crecimiento.
Es decir que para llegar a Dios que es amor, el cristiano debe amar a todos sin egoísmos, dejando la comodidad para hacer de la vida una ofrenda continua, ya que la medida de la caridad es rebosar sin término.
Los cristianos –dice San Pablo- , al crecer permanentemente en las buenas obras, nos preparamos para presentarnos a Jesús cuando vuelva, santos e irreprensibles, es decir perfeccionados en la amistad con Dios y nuestros hermanos.
San Pablo insiste en la necesidad de agradar a Dios, enseñando a todos el camino que hay que recorrer para lograrlo.
Será plasmar su voluntad, lo cual requiere un aprendizaje continuo y una ascesis personal. Aprendizaje porque nadie es autodidacta en lo que se refiere al conocimiento y servicio de Dios, precisamos la gracia de la iluminación interior, ascesis personal, porque será exigida muchas veces la renuncia personal en aras de la entrega continua a Dios.
Muchas veces creemos los católicos que para agradar a Dios sólo es suficiente “portar” dicho nombre, sin darnos cuenta que nuestra meta ha de ser el Señor. Si leyéramos y viviéramos la Palabra de Dios y las enseñanzas de la Iglesia, nos daríamos cuenta qué tanto nos falta para ser cristianos de acuerdo a lo que el corazón de Cristo y la Iglesia nos reclaman. No conformarnos con ser más o menos buenos, sino luchar para ser mejores, para ser fermento de una Iglesia nueva en un mundo tan decadente como el nuestro.
La vivencia del Adviento nos convoca a seguir esperando confiadamente el encuentro con Jesús que vendrá en su gloria al fin de los tiempos, sabiendo que esta promesa de su segunda venida se realizará como ya se concretó la primera.
Es actualizando constantemente la primera venida en carne de Jesús, en nuestros corazones, como el corazón humano se va disponiendo para desear el encuentro gozoso de su última venida, cuando retorne a recoger los frutos producidos por la evangelización prolongadora de su primer encuentro con la humanidad doliente y siempre necesitada de salvación.

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Padre Ricardo B. Mazza, Cura Párroco de “San Juan Bautista” en Santa Fe de la Vera Cruz, Argentina. Homilía en el Primer Domingo de Adviento, ciclo “C”. 29 de Noviembre de 2009. ribamazza@gmail.com; http://ricardomazza.blogspot.com/; www.nuevoencuentro.com.ar/tomasmoro.
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