17 de diciembre de 2009

JUAN BAUTISTA LA VOZ QUE CLAMA E INTERPELA


Hoy el profeta Sofonías (3,14-18ª) anuncia la salvación a un pueblo que se siente alejado de su Dios y de su tierra, --como lo habían hecho Jeremías y Baruc los domingos anteriores-, en medio de un clima de gozo. Alegría porque Dios ha levantado la sentencia que regía sobre los judíos, habiéndolos ya purificado lo suficiente a través de las pruebas y del exilio sufrido. Han experimentado las consecuencias de haber abandonado al Dios de la Alianza, por lo que conociendo el deseo de volver a la tierra de las promesas, el Señor los perdona y conduce de nuevo al lugar del descanso.
Describe Sofonías el gozo profundo que significa encontrarse con la salvación prometida y ofrecida por el Dios de la Alianza, y el corazón humano se siente reconstituido interiormente de una manera total.
En nuestros días, nuestra Patria está pasando por la misma experiencia de frustración que sufriera Israel. Como argentinos, salvando las diferencias de tiempo, lugar y cultura, asistimos a una crisis que puede ser terminal si no reaccionamos, y ante la que nos sentimos a menudo olvidados de Dios.
El profeta Sofonías si estuviera entre nosotros diría que la causa de estos males está en nosotros mismos ya que como sociedad o individualmente nos hemos olvidado de Dios. Como el pueblo de Israel en el Antiguo Testamento, hemos dejado de lado al Dios de la Alianza al que nos configuramos por el sacramento del bautismo, para ir detrás de otros dioses, con los que hemos pretendido conducir nuestra vida.
¿Qué tiene que ver con la Argentina –nos preguntamos quizás- lo que sucedió al pueblo de la antigua alianza? Mucho, por cierto, ya que lo que padecemos –como a ellos en el pasado- es fruto del abandono de Dios.
Como Nación, en el transcurso del tiempo, hemos renunciado a nuestro ser cristiano como fe propia de la mayoría ciudadana. Hemos renunciado a la sensatez, a vivir en la verdad, a llamar a las cosas por su nombre, intentando construir “la realidad de la ficción” de oscuras ideologías.
Los ejemplos sobran. La cámara de diputados hace unos días eligió como mujer del año a un varón, como si no existieran tantas mujeres, orgullosas de serlo, y con innumerables méritos por su servicio a la familia o a la comunidad. Se piensa que para construir la realidad sólo es necesario el voluntarismo de un grupo de personas para mostrar como verdad la ficción. Ya se habla con total impunidad que la institución matrimonial no tiene por qué incluir sólo a la unión varón y mujer.
Las fuerzas armadas como institución existente en cualquier país normal son cambiadas por huestes civiles al servicio del poder de turno. La matanza de tantos ciudadanos a manos de delincuentes que ante la indiferencia legalizada transforman el país en tierra de nadie es pan de todos los días. La procacidad invade la pantalla chica vulgarizando lo más sagrado. Los niños y jóvenes inducidos a todo tipo de bajezas en lugar de fomentar la grandeza de hijos de Dios, es enseñanza de cada día. La corrupción y enriquecimiento de unos pocos alcanza ribetes escandalosos.
El auge de la droga y el juego diezma sin piedad a los más frágiles.
Y así podríamos seguir enumerando tantas muestras de infortunio que sigue creciendo en medio de una sociedad que “clama al cielo” como último recurso para transformar nuestra tierra en suelo habitable.
El desajuste con la ley natural es patente en los aspectos fundamentales de la vida humana. El reinado de la cultura del “todo vale” con sus características de violencia, hambre, injusticia, falta de solidaridad, agravios y prepotencia, parece ir invadiéndolo todo por la fuerza o por el acostumbramiento. El relativismo moral por el que se cambian los valores por lo que denigra, va alojándose aún en las conciencias mejor formadas.
Ante este panorama, los que tratamos de vivir dentro de un marco de fe, sabemos que siempre es posible mudar de aires esta situación.
El llamado apremiante del Adviento por volver a encontrarnos con Cristo no es un mero consejo exhortativo para ser menos malos, sino para ir creando una nueva sociedad que rescate los valores, que respete la dignidad de todos, que se involucre en el trabajo por el Bien Común, que –por lo menos para los cristianos- vivamos los ideales evangélicos como camino cierto para construir una Patria de hermanos que tienen un único Padre del cual se quiere ser verdaderos hijos.
Nosotros mismos los creyentes a veces acusamos a la Iglesia de que ve pecado en todas partes y que es necesario saber disfrutar de los bienes que la sociedad de consumo nos ofrece. Los resultados están a la vista, cada día más encerrados en nosotros mismos, indiferentes ante Dios, enemigos unos de otros, porque sin Padre es imposible reconocer que todos somos hermanos.
De allí la necesidad de volver al Señor como insiste el evangelio (Lucas 3, 2b-3.10-18). Juan el Bautista nos deja excelentes pistas para ingresar en el camino de la conversión, aunque su lenguaje sea un tanto duro, sobre todo para la gente que no le gusta las cosas que se dicen de frente.
Juan llama las cosas por su nombre y no trata de suavizar lo que le parece importante recordar, a pesar que en la actualidad se busque disfrazar –muchas veces- el contenido evangélico para no “escandalizar” a nadie o evitar asombros en los incrédulos que se dicen cristianos.
Leemos hoy, que la gente –y con ella estemos también nosotros- se acerca a Juan que predica un bautismo de conversión, preludio del sacramento que luego instituirá Jesús, y le preguntan “¿qué debemos hacer?”.
Y él responde, “el que tenga dos túnicas que dé al que no tiene”, invitando a compartir lo propio abrigando tantas carencias en el corazón humano. “El que tenga qué comer haga otro tanto”-continúa Juan, y no diría esto golpeando las calles del vecindario, sino que recorriendo los lugares de fiesta de las ciudades, señalaría “no tiren la comida que sobra, distribuyan en algún comedor de niños, entréguenlo a quienes no tienen qué comer”. Desperdiciar la comida como se hace, en vez de compartir con quien carece de lo elemental, es un pecado social que clama al cielo.
Algunos publicanos –recaudadores de impuestos- que querían bautizarse, se acercan y le dicen “¿qué debemos hacer?”. Seguramente en la actualidad, a quienes establecen impuestos ya sea en la provincia, en la ciudad o en el país, Juan les diría –más allá que la inflación llegó a todos, y también al erario público y nos recordaría como ciudadanos “dar al César lo que es del César”, ya que de los impuestos recogidos se emprenden las obras necesarias para la comunidad- “hay que cobrar lo que es justo, lo recaudado debe emplearse para el bien común, la autoridad debe vivir austeramente y no derrochar los dineros públicos creando cargos onerosos e innecesarios para beneficiar y tranquilizar a los amigos”.
“Hay que cubrir el déficit”-a lo mejor alguien le dice a Juan, y él responderá, “¿cuál es el origen del mismo? ¿La mala administración, el derroche, los proyectos mal concebidos?”. En definitiva Juan estaría diciendo que se debe tomar en serio el esfuerzo que hace la gente y emplear sus aportes en emprendimientos que regresen al mejoramiento de la vida de la misma comunidad, y no para cubrir los baches producidos por los desaciertos y corruptelas políticas.
Los soldados se acercan también a Juan preguntando sobre lo que se debe hacer y él responde de acuerdo a la mentalidad de la época. En nuestros días hablaría de la necesidad de una verdadera política de seguridad que salvaguarde la vida y bienes de los ciudadanos. Juan pensaría como nosotros que el asesinato de gente en las calles no es una sensación –como afirman los que toman la realidad como ilusión y la mentira como verdad-. ¿Qué hacen ustedes para proteger al ciudadano común? –preguntaría Juan, ¡Dejen de mirar para otro lado! -gritaría con voz viril aquél que no dudó en decir a Herodes: ¡No te es lícito vivir con la mujer de tu hermano! “¿Es que acaso no les toca el corazón el sinnúmero de personas sin padre, madre, o hermanos, asesinados por delincuentes? ¡Recuerden que la sangre de tantos –al igual que los inocentes muertos por el aborto- clama al cielo!”
Ante esto nosotros podríamos ir pensando en que podemos emprender en el futuro como bautizados. Preguntarle a Juan “¿qué debo hacer?”.
Si soy estudiante, estudiar en serio sin conformarme en zafar, sin abusar del esfuerzo que realizan otros para que estudie. Si soy docente no trabajar meramente por el sueldo sino preocuparme por el crecimiento en la verdad de los niños y jóvenes, dejando de lado las enseñanzas aberrantes que a veces se pretenden implementar desde las esferas oficiales. Si soy médico preocuparme por la salud de mis pacientes. Si abogado o juez luchar para implementar la justicia, sin servir al poder de turno. Si empresario buscando la promoción de los obreros en la justa distribución de la riqueza. Si empleado u obrero cumpliendo con lo que es mi tarea concreta. Si sacerdote guiando a la comunidad por el camino de la verdad, sin buscar “halagar los oídos” de nadie con el fin inconfesado de ganar fáciles adeptos. Si casado, formando a la familia en el bien obrar.
Y así en los distintos rubros de la vida cotidiana el Señor nos convoca a cambiar para poder construir una sociedad nueva en la que reine la paz, la justicia y el respeto de los valores que ennoblecen al hombre, mirando en el rostro del otro el verdadero rostro de Cristo.
Todos esto nos diría Juan porque quiere preparar en nosotros un lugar para que nazca Jesús, Aquél que es mayor que él mismo.
¿Y qué produce todo esto? –quizás nos preguntemos. Una gran alegría en nuestro corazón.
Por eso dice Pablo (Fil. 4, 4-7) “Alégrense siempre en el Señor”. Si hoy hay tanta tristeza es porque falta esa alegría que proviene del encuentro con Dios. Aún en medio de las dificultades por realizar el bien, la alegría que proviene de Dios invade todo el interior del hombre. No es la alegría de una noche de juerga que dura tan poco dejándonos el sabor amargo de la vaciedad. La alegría de Dios permanece en el tiempo porque procede del bien obrar que es conocido y alabado por todos los hombres.
Queridos hermanos soñemos un poco a las puertas de la Navidad. ¿Se imaginan ustedes qué pasaría si llegamos a ese día convertidos al Señor? La vida sería totalmente distinta. Después del asombro por el cambio de tantas cosas negativas que vivimos, estaríamos dispuestos a trabajar codo a codo por el bien de nuestro país, olvidando para siempre el egoísmo que cuida “lo mío” para operar a favor del bien de todos.
Hagamos de cada corazón y de cada hogar un pesebre limpio para que Cristo nazca. Que José y María no tengan que andar buscando dónde recibir al Salvador, que encuentren en nosotros un lugar donde alojar al que viene a transformar nuestra existencia.

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Padre Ricardo B. Mazza. Cura Párroco de “San Juan Bautista” en Santa Fe de la Vera Cruz. Argentina. Homilía en el IIIer domingo de Adviento, Ciclo “C”. 13 de diciembre de 2009. ribamazza@gmail.com; http://ricardomazza.blogspot.com/; www.nuevoencuentro.com/tomasmoro
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