Estamos ya en el cuarto domingo de Adviento. A lo largo de este tiempo hemos escuchado a los profetas referirse a la venida en carne humana del Hijo de Dios. Hoy nos llega el anuncio del profeta Miqueas (5,2-5), contemporáneo de Isaías (siglo VIII a.C.). Dentro de un contexto de amenazas por la depravación de Judá, vaticina su ruina. Señalará por lo tanto claramente, -y no es el único en decirlo- que cuando el hombre se aleja de Dios cae en los desvíos más terribles que conducen a su propia devastación.
Pero junto con el cumplimiento de las consecuencias del pecado, Miqueas deja abierta la posibilidad de la salvación en la esperanza por la venida del Mesías Pastor.
La salvación vendrá recién para el “resto” de Israel cuando el que ha de nacer de mujer lo haga en la humildad de la carne y en un ambiente de pobreza como lo fue el origen de David, el rey pastor.
Su palabra tiene, pues, un contenido diferente en relación con el anuncio del Mesías, ya que el descendiente de David deberá repetir los orígenes humildes de aquél, y no continuar en el ambiente de poder en el que se encontraban los reyes en medio del lujo y de la corrupción.
Es decir que el cumplimiento de la venida del Salvador en la humildad en la que tuvo origen la dinastía de David, se realizaría naciendo en Belén, la más pequeña de las ciudades de Judá.
El Señor que viene, reunirá al “resto” que ha permanecido fiel a la Alianza a pesar de las dificultades y de las indiferencias de las mayorías.
La realidad del “resto” fiel también se visualiza hoy cuando muchos católicos han desertado de su fe primera para ir detrás de otros dioses que han cegado su mirada y conquistado su corazón. Lo que sucedió en la antigua alianza, se repite, pues, en la nueva.
Si bien Dios se hace hombre para salvar a todos, no siempre la respuesta es universal aunque la voluntad del Buen Dios permanece inalterable en pastorear a todos en un único rebaño bajo el único Pastor, por medio de la fidelidad inquebrantable del “resto” fiel a través del tiempo.
En la historia de la salvación es por medio de la fidelidad de unos pocos que El Señor sigue convocando y esperando a todos a través de los siglos, sin imponerse a nadie pero ofreciendo siempre a cada libertad creada el don de la recreación interior por la gracia. Cada uno con su respuesta elegirá encontrarse o separarse del obsequio que se le ofrece.
La invitación del Señor a entrar de lleno en la vida de cada uno supone la entrega de la pequeñez personal tal como lo contemplamos en la Visitación de María a su prima Isabel (Lucas 1, 39-45).
María partió sin demora al encuentro de Zacarías y su familia.
Este ir presuroso de María hacia la montaña está enmarcado en lo que llamamos las visitas del Señor.
Dios visita a su pueblo de diversas maneras y esta es una de ellas, y lo hace por medio de María que lleva rápidamente el anuncio de la salvación –que no ha de esperar- que se está preparando en su seno.
María como nueva “Arca de la Alianza” guarda dentro de sí ya no a las dos tablas de la ley –signo de la presencia de Dios- , sino al mismo Dios que viene en la debilidad de la carne.
“¿Quién soy yo para que la madre de mi Señor me visite?” expresa humildemente Isabel, y con ella cada uno de nosotros desde la fe.
En realidad es verdad que nada somos como lo reconoce la prima de María, pero desde esa nada el Señor quiere cubrirnos de grandeza ya que por nuestra condición de hijos de Dios desde la creación del mundo, estamos llamados a revestirnos de la divinidad del enviado del Padre.
Por otra parte, Juan Bautista salta de gozo en el seno de su madre por la presencia del Hijo de Dios, como lo hiciera David ante el Arca de la Alianza, convocándonos a hacer otro tanto.
De hecho, cuando se espera la salvación aún si saberlo, -como Juan en el seno de su madre-, sólo hay alegría ante la presencia del Mesías Pastor prometido y encontrado. Y como Juan santificó a su madre haciéndola exclamar contemplando a María, “bendita tú entre las mujeres, bendito el fruto de tu vientre”, también nosotros santificados por la aceptación gozosa del Salvador veneramos a la llena de gracia y al fruto de su vientre.
Cuando,-por el contrario-, no se espera la salvación de lo alto como acción gratuita de Dios, sino que sólo se confía en los espejismos que provienen de las ideologías de moda, y sustentados en la autosuficiencia más profunda, sobreviene el rechazo de todo lo santo porque el mismo enrostra nuestra propia fatuidad.
De allí que sobrevenga, -como en nuestra cultura hodierna- el querer eliminar de la sociedad el signo de la salvación, que es la cruz, -en la que Cristo mismo hizo realidad aquello que nos dice la carta a los hebreos (Hebreos 10, 5-10) “Aquí estoy yo para hacer tu voluntad”-, y la maternidad de aquella por quien fue posible recibir al Señor.
En nuestros días se pretende desconocer la cruz salvadora desalojándola de los lugares públicos, como en la Europa actual -y también entre nosotros-, porque quienes eso pretenden, remedan a Cristo queriendo “hacer su voluntad” a espaldas de la de Dios. Estos mismos –por idéntica razón- quieren también arrojar de su sitial a la madre de Dios, como se proyectó en nuestro medio en plaza Constituyentes hace ya algún tiempo.
Estos servidores de sus caprichos no sólo quieren imponer sus anacrónicos deseos de “superioridad” autosuficiente ante todo lo religioso, sino que procuran negar la matriz católica que nos vio nacer desde los orígenes patrios.
Se tildan de democráticos pero sólo quieren imponer sus propios deseos desoyendo el clamor de la fe de nuestros pueblos.
Estos cultores de nuevas idolatrías sólo se reconocen a ellos mismos “como nuevos dueños del orden social” y les resulta insufrible que haya quienes aún mantengan su fe en el único Señor de lo creado.
El desafío nuestro en la actualidad será por lo tanto el de defender nuestra fe, ya que habiendo saltado de alegría como Juan ante Jesús y María, no podemos permitir que nos nieguen el poder manifestar nuestras creencias privada y públicamente.
Se hace necesario defender nuestra fe ante el avance constante de costumbres enfrentadas directamente con el evangelio y que se nos van metiendo sin que lo percibamos claramente. Nos vamos acostumbrando a todo de modo que nos parece normal lo que acontece, terminando aceptando criterios y formas de vivir que nos van alejando no sólo de nuestra identidad cristiana sino que también vulneran nuestra misma dignidad de hijos de Dios.
Llegando ya a la Navidad, pidamos a Jesús con confianza que nunca se apague en nosotros el deseo de tenerlo en nuestro corazón para poder obrar conforme a ello.
Esto nos permitirá como María, ir siempre hacia las alturas de la santidad llevando al mundo en el que nos toca vivir, la presencia salvadora de Aquél que viene siempre a nuestro encuentro para sacarnos de la disgregación a la que nos conduce la cultura moderna y constituirnos como único pueblo de redimidos orientando nuestra condición de renacidos por la gracia, al encuentro del Padre.
Padre Ricardo. B. Mazza. Cura Párroco de la Parroquia “San Juan Bautista” en Santa Fe de la Vera Cruz, Argentina. Homilía en el IV domingo de Adviento. Ciclo “C”. 20 de Diciembre de 2009. ribamazza@gmail.com; http://ricardomazza.blogspot.com; www.nuevoencuentro.com.ar/tomasmoro.-
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