17 de diciembre de 2010

“Él mismo viene a salvarnos, preparemos su camino”

Estamos promediando el Adviento del Señor, acercándonos a su nacimiento en la carne como Hijo de Dios.
El apóstol Santiago (5, 7-10) nos dice hoy, “tengan paciencia hermanos hasta que venga el Señor”, utilizando la imagen del sembrador que espera el fruto precioso de la tierra.
También nosotros hemos de esperar pacientemente el fruto precioso del vientre de María, Jesús, el Hijo de Dios hecho hombre, que vendrá a nosotros al fin de los tiempos, pero que ya está en medio de este mundo por su primera venida en la que creemos.
De este modo el apóstol Santiago nos alienta a esperar al Señor. ¿Por qué es necesario recibir este aliento? ¿Por qué es imperioso esperar la venida del Señor? Porque percibimos muchas veces que el mundo en que vivimos no presenta signos del nacimiento de Jesús en medio de nosotros.
Nos pasa igualmente lo mismo que al pueblo de Israel en tiempos de Isaías, abatido en medio del mundo esperando siempre la liberación de los males y la obtención de los bienes mesiánicos prometidos.
El profeta Isaías (35, 1-6ª.10) a mediados del siglo sexto antes de Cristo, alienta al pueblo que ha vuelto del exilio, afirmando con vehemencia que todo será transformado con la venida del Salvador. A nosotros, también exiliados en nuestra propia patria lejos del Señor, pero esperando llegar a la Patria celestial algún día, dirige también el profeta su pensamiento.
Para referirse a la ausencia de Dios en su tiempo y, -también en el nuestro- hablará del desierto, de los espinos, de los ríos secos, de lo que es signo de muerte, invitándonos a la esperanza confiada de los tiempos mesiánicos.
Y al describir la presencia del Salvador, señalará que todo se transforma, que la tierra brindará pastos abundantes, tendrá un rostro nuevo, señalando así, que no sólo el hombre, sino también hasta la misma creación, se transfiguran con la presencia del Señor.
El profeta alienta diciendo “Sean fuertes, no teman” no se dejen abatir en medio de las dificultades.
¡Acordémonos que el Señor viene a darnos la fuerza necesaria para perseverar en la actitud de espera y lograr lo que se espera!
Y dirá algo que estremece de alguna manera, “Ahí está su Dios, llega la venganza, la represalia de Dios. Él mismo viene a salvarnos”.
La venganza de Dios consiste en que por más que el ser humano se empecine, se endurezca y, viva como si Dios no existiera, creyendo vanamente que siempre se puede arreglar a solas, que no necesita de su Creador, Él seguirá reiterando su llamada a la salvación, para que el hombre se convierta dejando un tiempo para que esto se pueda realizar.
Y así la represalia de Dios es la salvación, venir a nuestro encuentro hecho hombre para traernos una vida totalmente nueva, hasta que venga por segunda vez, no ya para salvarnos sino para el juicio, cosechando el fruto que hayamos dado o, por el contrario, para respetar nuestra libre decisión de apartarnos eternamente de Él, olvidando sus dones y rechazando su designio de divinizar a todo hombre que viene a este mundo.
De allí, que cada uno de nosotros debe sentirse, como miembro de la Iglesia, un nuevo Juan Bautista en medio de la sociedad de nuestro tiempo, reiterando el llamado a convertir los corazones y abrirlos a la salvación.
De allí que en el evangelio de hoy (Mateo 11, 2-11), Jesús dirá que Juan es el mensajero que va delante suyo preparándole el camino, continuando la misión del profeta Isaías.
En esta perspectiva, también a nosotros nos envía hoy a preparar los caminos del encuentro salvador Dios-hombre, impulsándonos a prodigar a la sociedad en la que estamos insertos un mensaje de esperanza.
Cuando nos pregunten los hombres contemporáneos si vendrá el Señor o no, decir que ya se concretó la primera, pero que desde ella nos hemos de orientar hacia la segunda y definitiva.
Cuando se insista y nos digan, “¿Qué señales tenemos para conocer que ya vino y viene en cada momento de nuestra historia humana?”, hemos de responder como Jesús, que “los ciegos ven, los paralíticos caminan, los leprosos son purificados, los sordos oyen, los muertos resucitan y la Buena Noticia es anunciada a los pobres”.
¿Cuándo se da esto? ¿No pertenece acaso al pasado? –nos preguntarán. Cuando Jesús vivió entre los hombres se producían estos signos que manifestaban su divinidad, pero en la actualidad no abundan ciertamente.
Sin embargo tenemos que afirmar que siguen repitiéndose estos hechos. Sólo necesitamos descubrir estos acontecimientos en la vida cotidiana.
En efecto, ¡cuántas personas han vivido durante años en una ceguera total sin la iluminación que proviene de Jesús, y, de repente a través de la gracia de la conversión comienzan a ver la realidad con la luz de la fe! ¡Cuántas personas viven haciéndose las sordas ante la Palabra de Dios reconociendo solamente aquello que está de acuerdo con su pensamiento y sin asumir todo lo que Señor enseña o dándole una interpretación acorde con la cultura de nuestro tiempo, y de improviso bajo la moción del Espíritu comienzan a percibir que el verdadero seguimiento de la verdad supone oír la Palabra del Señor en su integridad! Porque en realidad el Señor no nos salva por parcelas sino totalmente. ¡Cuántas personas están en sus casas tranquilas, participan de la misa y se confiesan de vez en cuando pero están afectados por la parálisis en su fervor misionero, enmohecidos en sus opciones tranquilas y, en un momento dado caen en la cuenta que esto no es suficiente! Descubren que han de dejar la calma chicha para ir al encuentro de tantos hermanos cristianos alejados del Señor y dejarles la semilla del evangelio plantada en su corazón.
¡Cuántos leprosos, sumergidos en el pecado, ante la experiencia de un vacío interior abismal que los asfixia, comienzan a salir a la superficie de la vida nueva que ofrece la gracia descubriendo que la vida sin Dios pierde todo su sentido!
Estamos llamados también a llevar la Buena Noticia a los pobres, pero, ¿quiénes son los pobres? Toda persona que está dispuesta a abrir su corazón al Salvador. Pobreza que significa una disposición del corazón, -no necesariamente una situación económica o social disminuida - , por la que partiendo de la fragilidad personal, y de la experiencia de que somos mendicantes de Dios, nos abrimos a sus dones, dispuestos a enaltecernos y dignificarnos como hijos suyos.
Jesús no puede salvar al orgulloso que cerrando su corazón a toda acción divina revive a cada momento la actitud autosuficiente de los orígenes de querer ser como Dios, que piensa que con la vida de todos los días es verdaderamente feliz y, no prioriza ninguna transformación interior.
Hoy hemos encendido el tercer cirio de la corona de Adviento, significando con este progresivo aumento de luminosidad, que por influjo de la gracia y, nuestra buena disposición iluminamos cada vez más nuestro interior que permite descubrir al Cristo total que viene a salvarnos. Dejémonos moldear por el “Dios con nosotros” para que participando de la verdadera felicidad en el tiempo, la llevemos a nuestros hermanos.
Pidamos a Jesús, por lo tanto, que nos siga iluminando para afianzar nuestra actitud de pobreza interior tan necesitada de Él.
Que la Virgen de Guadalupe en su día, nos ayude siempre a escuchar a su Hijo, para que como Ella, podamos siempre manifestar disponibilidad a Servirlo con generosidad en su Persona y en la de nuestros hermanos.


Padre Ricardo B. Mazza. Cura párroco de la parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la Vera Cruz. Argentina. Homilía en el domingo III° de Adviento, ciclo “A”. 12 de diciembre de 2010.
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