29 de diciembre de 2010

“No teman, hoy en la ciudad de David, les ha nacido un Salvador”

El evangeliario abierto en el prólogo de san Juan nos anuncia que el Hijo de Dios plantó su tienda entre nosotros haciéndose hombre en el seno de María. Al comienzo de esta misa de Nochebuena escuchamos el canto de las calendas que nos anunciaba, siguiendo el proceso de la historia humana, el nacimiento del Salvador.

Hemos descubierto al Niño para que su presencia irradie su Luz, esa Luz que significa la manifestación de la Gloria del Señor. Nosotros, como lo estaremos Dios mediante en la noche de la Vigilia Pascual, estábamos esta noche a oscuras esperando esta Luz de nuestra Salvación.
Esperábamos vigilando, -como los pastores durante la noche- y, de pronto, el ángel del Señor como se les apareció a ellos, surge ante nosotros, nos envuelve la luz de la salvación, -por eso encendimos las luces al cantar el gloria- y nos dice “No teman, les traigo una buena noticia, una gran alegría para todos los pueblos, hoy en la ciudad de David les ha nacido un Salvador que es el Mesías del Señor” (Lc. 2, 1-14).
Y si este anuncio “No teman” tenía su sentido ante los pastores, mucho más en nuestros tiempos en los que el corazón del hombre aparece sumido en el temor. Tantos miedos que nos agobian, tantos que todavía hemos de vencer, porque pareciera que Jesús no ha venido todavía entre nosotros, dado que el corazón humano muchas veces sigue caminando en tinieblas.
Ante la visión desgarradora que ofrece hoy un mundo lejos de su Creador, el papa Benedicto XVI, hace unas horas, suplicaba a Jesús que otorgue a nuestro mundo ese clima de paz y victoria que como resultado de su venida como Mesías, hacía mención el profeta Isaías (Is. 9, 2-7).
Supliquemos, también nosotros, que no haya más túnicas manchadas de sangre, que cesen las opresiones de todo tipo “porque un Niño nos ha nacido, y un hijo se nos ha dado: lleva al hombro el principado”, para poder caminar, aunque a veces en tinieblas, hacia la luz del que es “Dios guerrero, Padre perpetuo, Príncipe de la Paz”.
Necesitamos nuevamente que este Niño con su presencia y nuestra docilidad pueda establecer la paz, la justicia y el derecho en este mundo tan ajeno y distraído ante los dones que se le otorga sin medida.
Ojala vivamos nosotros desde la fe, y de un modo más extenso, la alegría y gozo que anuncia Isaías para todo aquél que recibe dócilmente la salvación.
La venida del Señor que se realiza en la plenitud de los tiempos, contrasta claramente en la sencillez del pesebre, con el escenario del poder del Imperio Romano, o de los distintos poderes, fugaces todos ellos, que se han enseñoreado en cada etapa de la historia.
Nos está diciendo que aunque pareciera que el hombre es todopoderoso, idea que se sustenta en cada época histórica, la salvación se encuentra no en el poder mundano sobre el que se afirma vanamente el ser humano sin encontrar su rumbo, sino en la débil carne de un niño recién nacido.
El ser humano se siente y percibe cada día más débil aunque vanamente cree, llevado por su suficiencia, que lo puede todo.
El niño en su debilidad viene a mostrarnos de nuevo cuán endebles somos nosotros, pero a enseñarnos también que al revestirse el Hijo de Dios de esa debilidad, viene a colmarnos de su fortaleza porque es el Príncipe de la Paz, el fuerte por excelencia, que nos muestra una vida nueva.
Cada vez más necesitamos la presencia de este Niño, que Él nos hable y nos enseñe a reconocer la debilidad de nuestra carne, de modo que apoyados en su fortaleza percibamos que nos quiere transmitir con su sola presencia, la participación de la vida divina que nos colma de grandeza.
El Hijo de Dios se hace hombre para que el hombre pueda llegar a alcanzar la participada filiación divina.
En esta noche santa debemos descubrir una vez más la dignidad de la que estamos revestidos, la de hijos de Dios, convocados a una vida de grandeza y santidad, lejos de los modelos de mediocridad y denigración a los que nos estimula la sociedad de nuestros días.
El proyecto de Dios sobre nosotros no nos empequeñece, sino que por el contrario nos eleva por la gracia y nos encamina a la grandeza de la que fuimos revestidos desde la creación a imagen y semejanza suya y, perfeccionada por el nacimiento en carne de su Hijo.
Pero ese mismo Hijo de Dios nos interpela enseñándonos que es necesario volver a nuestra relación filial original con el Padre.
Así lo anuncia el apóstol San Pablo escribiendo a Tito (2, 11-14) y también a nosotros “La gracia de Dios que es fuente de salvación para todos los hombre, se nos ha manifestado”. Esta presencia nueva del Señor nos ha de llevar a buscarlo ya que “nos enseña a rechazar la impiedad”, es decir, la vida sin Dios “para vivir en la vida presente con sobriedad”.
El apóstol por lo tanto nos invita a descubrir nuestra dignidad de hijos de Dios y a vivir como tales, sin dejarnos llevar por los deseos del mundo que no se compatibilizan con los designios que Dios tiene desde el principio sobre nosotros, esto es, colmarnos con su bondad y misericordia y alcanzar así nuestra constante dignificación.
Como recordaba el domingo pasado, urge cada vez más pasar de la obediencia del mundo a la obediencia de la fe. Dejar de vivir con los criterios con los que somos bombardeados cada día, dejándonos conducir por la luz de la fe que recibimos en el nacimiento de Jesús.
Entregados al Salvador con renovado fervor, dejémonos transformar por Él “mientras aguardamos la feliz esperanza de la manifestación de la gloria de nuestro gran Dios y Salvador”.
Caminemos siempre hacia la meta que se nos promete, laborando para ser coherentes con lo que somos, hijos de Dios.
Queridos hermanos, en este día de Navidad, vayamos al encuentro del Niño recién nacido y con los ángeles cantemos hoy y siempre, “Gloria a Dios en las alturas y en la tierra paz a los hombres amados por Él”.

Padre Ricardo B. Mazza. Cura párroco de la parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la Vera Cruz. Argentina. Homilía en la Misa de Nochebuena. 24 de diciembre de 2010. ribamazza@gmail.com; http://ricardomazza.blogspot.com.





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