Comenzamos con esta misa de la Cena del Señor el solemne triduo Pascual. Los hechos de fe que actualizamos, nos llevan a encontrarnos con el Cristo vivo que nos entrega sus sentimientos, su corazón, su presencia, no sólo para esta noche, sino para toda nuestra vida.
La Misa de la Cena del Señor nos deja tres enseñanzas, que han de suscitar en nosotros tres súplicas, que pueden encauzar nuestra meditación a lo largo de estas horas en la adoración de Cristo Eucaristía y, nos ayudarán a disponer el corazón para la celebración de su Pasión y su posterior Resurrección.
1.- Lo primero que aparece ante nosotros como enseñanza es el regalo de la Eucaristía, el sacramento del cuerpo y de la sangre del Señor que se nos ha entregado hasta el fin de los tiempos, para que a través de esta unión con Él por medio de las especies eucarísticas, estemos anticipando el momento en que vuelva para llevarnos junto al Padre.
En la primera lectura (Ex. 12,1-8.11-14) se nos habla de la Pascua judía donde se preceptúa el carácter perenne de la celebración de la liberación de Egipto.
El apóstol San Pablo en la segunda lectura (I Cor.11, 23-26) narrándonos lo que sucedió en la última cena se refiere a la Pascua Nueva. Ya no es el cordero sacrificado y comido que sirve de celebración de un hecho histórico y de unión entre los israelitas, sino anuncio del nuevo Cordero pascual, Cristo, que se ofrece como Pan de Vida y Bebida de Salvación.
Nos deja de este modo Jesús el regalo de su presencia real entre nosotros, recomendándonos “Hagan esto en memoria mía”. Invitación a celebrar siempre la Eucaristía, a renovar este momento en que el Señor se entrega.
Por eso la Iglesia siempre en el transcurso del tiempo ha insistido tanto en la participación de la misa dominical, porque es en la Pascua semanal donde actualizamos lo que Jesús hizo en la última Cena y, donde nos comprometemos en esa acción de gracias por tantos dones recibidos, a prolongar la celebración eucarística en nuestra vida cotidiana. Imposible vivir el mandamiento del amor, si antes el cristiano no se nutre con el Cuerpo y la Sangre del Señor.
Por eso pidamos insistentemente al Señor, en esta primera súplica, que nos de su gracia para que participemos siempre cada domingo del año, con gozo, con alegría, en su Cena renovada. Que no sea un encuentro con el Señor, obligado, adormecido, sino lleno de deseo por concretar el ¡Ven Señor Jesús!
¡Qué hermoso cuando los hermanos en la fe nos reunimos gozosamente cada domingo para celebrar las maravillas del Señor!
Pidamos especialmente en este Año de la Vida que nos ilumine para comprender y celebrar de corazón el don tan grande que hemos recibido, y nos de la fuerza para anunciar al mundo, que en Cristo Eucaristía se encuentra la vida verdadera para cada uno y para todos los hombres.
2.-Esta unión con Cristo se prolonga en el servicio a los demás, ejemplificado por Él, en el lavatorio de los pies a sus discípulos (Juan 13, 1-15).
En esta segunda enseñanza de la liturgia del día se nos convoca e interpela para ser servidores unos de los otros.
Cuando Pedro protesta porque Jesús quiere lavarle los pies, lo hace porque esta era tarea de los esclavos. Mucho más impensable resultaba que un esclavo judío lavara los pies de su maestro, de su Rabbí. Sin embargo Jesús se hace esclavo de todos para dejarnos una enseñanza vital para la vida del cristiano. El bautizado tiene que estar como el Señor, sirviendo siempre a los demás. Servicio que no necesariamente implica hacer cosas, indudablemente las intenciones del corazón se ponen en evidencia en los gestos, sino que es más bien una actitud del corazón. En efecto, es posible realizar muchas cosas al servicio de los demás pero de mala gana, refunfuñando, protestando, “me toca siempre a mí”, ¿por qué tengo que ser yo otra vez?. Y no se trata de eso. La verdadera actitud del servidor consiste en estar dispuesto a servir siempre, según aquello de la Escritura “siervos inútiles somos, no hemos hecho más que cumplir con nuestro deber”. El servidor está de tal manera abierto al servicio, que con humildad y sencillez espera que le digan qué tiene que hacer, no espera que le agradezcan lo que hace, y si nada le piden, igual sigue al servicio, rezando por el éxito de lo que otros emprenden, atento siempre a las necesidades de los demás, buscando tener los mismos sentimientos de Cristo. Servir es ofrendar los dones propios para la gloria de Dios y el bien de los demás, buscando siempre desaparecer ante la consideración y agradecimiento del prójimo. El servicio no se planifica, es siempre don de lo que gratis recibimos del Señor.
Pidamos a Jesús en esta segunda súplica que nos enseñe a ser siempre servidores de todos, no sólo de aquél que nos puede favorecer con algo, sino incluso buscar servir a quien no nos puede o no quiere agradecer.
Supliquemos al Señor en este Año de la Vida que nos haga verdaderos servidores suyos y de los demás. Roguemos cambie nuestro corazón para que recordemos siempre que en la Iglesia somos servidores del Señor y de todos, desde el Papa hasta el último fiel. Pidamos que quienes estén revestidos de autoridad, sea cual sea ésta, sirvan con la alegría propia de quien como Jesús se hace esclavo ante sus discípulos, llevando esto a sus últimas consecuencias hasta el árbol de la Cruz, alcanzándonos la verdadera libertad del pecado y del maligno.
3.- Pero Cristo, al decir en la última Cena “hagan esto en memoria mía”, no sólo nos convoca a la Eucaristía, sino que instituye el sacramento del Orden Sagrado que refiere a la tercera enseñanza del Jueves Santo.
Por este sacramento, varones separados del mundo, se convierten en “otros Cristos” enviados al mundo para ser puentes entre Dios y los hombres.
El sacerdocio implica mostrar al mundo el amor de Cristo Nuestro Señor y llevar ante Él las aspiraciones y las angustias humanas. Teniendo al Señor como modelo, el sacerdote debe transmitir a todos los hombres los sentimientos de Cristo. De tal manera ha de vivir esto, que cada uno que ve un sacerdote, debiera ver también a Cristo. De allí que toda la vida sacerdotal debe ser una prolongación de la persona de Cristo.
También aquí podemos hacer una súplica especial en este día, la tercera. Hagámoslo por todos los sacerdotes del mundo, pero especialmente por los que pertenecemos a esta Arquidiócesis. Y en particular por mí, como párroco de ustedes, para que sea siempre fiel a la misión que el Señor me ha encomendado, mostrando el corazón de Cristo.
Pidamos para que nosotros los sacerdotes sepamos mostrar al Padre, a ejemplo del Señor. En efecto, en una oportunidad (Juan. 14, 7-14) dice Felipe: «Señor, muéstranos al Padre y nos basta». Le dice Jesús: « ¿Tanto tiempo hace que estoy con vosotros y no me conoces, Felipe? El que me ha visto a mí, ha visto al Padre”.
Igualmente la identificación del sacerdote con Cristo ha de ser tan grande que quien lo ve a él debiera “ver” al Padre. Cuando el creyente quiere ver o encontrarse con Dios debiera poder hacerlo a través del sacerdote.
Para alcanzar esto es menester pedir insistentemente al Señor para que nos libre a los sacerdotes del espíritu mundano, ya que el peligro más grande que se le presenta hoy al sacerdote, es el de mundanizarse.
Y así en la forma de vestir a veces se pretende pasar inadvertido, o se habla de tal manera que Dios no se percibe, o también comportamientos que aunque no sean en sí mismos malos, no son propios de consagrados.
Los sacerdotes de hoy, en fin, nos sentimos fácilmente tentados a seguir las costumbres del mundo. Se buscan a veces los consensos con todos para no disentir con persona alguna, en lugar de transmitir la verdad evangélica.
Con frecuencia se olvida aquello de “¿Acaso tenemos que agradar a los hombres? Si tratare de agradar a los hombres, ya no sería siervo de Cristo” (Gál. 1,10).
Hasta los mismos laicos se sienten complacidos muchas veces con el sacerdote permisivo que hace caso omiso de sus deberes o carece de lealtad cuando vulnera las normas que como toda institución seria posee la Iglesia.
Estoy convencido que si no brilla muchas veces la santidad en los laicos, o el seguimiento de Cristo, es porque nosotros los sacerdotes no presentamos a través de nuestra vida el que la santidad sea atractiva, o que el seguimiento de Cristo sea un imperativo para todo aquél que quiera unirse al Padre.
Más allá de nuestras limitaciones y pecados, hemos de mostrar en actitudes y palabras, que Cristo es nuestro ideal de vida.
Como fieles cristianos pidan por la santidad de nosotros los sacerdotes. Más aún, están en su derecho de exigir que les mostremos el rostro del Padre, y el deber de corregirnos cuando no se vea en nosotros el sacerdocio de Cristo que por participación Él mismo nos ha entregado.
Pedir al sacerdote que nos guíe, nos pastoree, mostrándonos siempre la verdad, sin componendas. Que en la misa celebremos a Jesús en su misterio pascual, el de la última Cena, sin caer en la tentación mundana de “hacerla divertida” para que llegue a todos, como si en la última Cena estuvieran Cristo y sus discípulos en medio de un jolgorio.
El sacerdote, por el contrario, ha de hacer posible que del fondo del corazón humano surja aquello que nos puso Dios, el llamado a la amistad y diálogo con el Creador, descubriendo nuestra profundidad creatural, ya que Dios no nos hizo para la pavada –eso es propio de lo mundano-, sino para lo que nos ennoblece.
Pedir en esta plegaria que no nos dejemos tentar repitiendo la plegaria del mismo Cristo: “No te pido que los saques del mundo, sino que los defienda del Maligno. Ellos no son del mundo, como yo tampoco soy del mundo. Conságralos mediante la verdad: tu palabra es verdad” (Juan 17,15-18).
En este Año de la Vida, quiera Dios concedernos que como sacerdotes celebremos siempre con gozo la vida divina que se nos ha confiado entregar por medio de los sacramentos.
Padre Ricardo B. Mazza. Cura párroco de la parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la Vera Cruz. Argentina. Homilía en el Jueves Santo de la Cena del Señor. 21 de Abril de 2011. ribamazza@gmail.com; http://ricardomazza.blogspot.com
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