Estamos ya en el cuarto domingo de Cuaresma. En esta oportunidad Jesús se presenta como la luz del mundo (Jn. 9, 1-41), tema en el que nos hemos detenido varias veces en el tiempo de Navidad. Hoy se revela como aquel que viene a iluminar la vida del hombre pero que también plantea algo que es crucial “he venido para que vean los que no ven y no vean los que ven”.
Jesús está presentando aquello que es habitual en la vida del hombre y del mundo, la lucha entre la luz y las tinieblas. La luz que busca disipar la noche del corazón de los hombres y de la sociedad, y las tinieblas, propias del maligno, que a través del engaño y la mentira buscan arrebatar del corazón de los hombres la fidelidad al Señor. Jesús viene precisamente a darnos la luz.
El ciego de nacimiento representa al hombre en general. Todos venimos a este mundo como ciegos, como consecuencia del pecado de los orígenes y, somos iluminados por el sacramento del bautismo. Allí se disipan las tinieblas del pecado con el que hemos nacido cada uno y comienza a recrearse en nosotros una vida diferente por medio de la gracia.
La curación del ciego de nacimiento evoca el libro del Génesis cuando Dios del barro de la tierra crea al hombre a su imagen y semejanza. Aquí también toma barro para untar los ojos de este hombre haciendo ver que Él como Luz del mundo viene a realizar en medio nuestro la segunda creación, es decir, recrear al hombre liberándolo del pecado y situarlo en el camino de la vida de la gracia, propia de los hijos de Dios, que es más que ser “imagen y semejanza”.
Caminar hacia la Pascua es un compromiso de conversión interior para ser cada día más de Cristo, el cual nos ilumina para conocernos y conocerlo a Él. El texto bíblico que acabamos de proclamar nos muestra por un lado la presencia de este hombre ciego que es curado en su camino de fe hasta llegar al encuentro personal y pleno con el Señor, y por el otro, mientras este hombre asciende hacia la luz, aquellos que obran el mal se van endureciendo en su maldad y pecado quedando totalmente ciegos.
Por eso Jesús dice “para que vean los que no ven”, es decir, los que no ven por ignorancia, pero al mismo tiempo “para que queden ciegos los que ven”, es decir, aquellos que lo saben todo, que no necesitan de Cristo para salir de sus miserias, que lo conocen todo, que pueden dar lecciones al mismo Dios.
Estos que quedan ciegos porque creen que “ven”, son los que incluso limitan a Dios en su actuar. Piensan que Dios no es libre para actuar como lo desee en bien del hombre, sino que más bien se debe atar a las exigencias de la ley, como la del sábado, y ponerse a su servicio. De allí que los fariseos se planteen sobre cómo es posible que en día sábado cure Jesús a un ciego. En lugar de abrirse a la grandeza del poder divino que se despliega con toda libertad, pretenden encerrarlo en sus esquemas totalmente esclerotizados.
De hecho este hombre curado es también un signo de la libertad de Dios porque él queda también totalmente libre al poder ver a su alrededor, descubrir su entorno, las personas, la vida misma. Cuando no veía no distinguía las cosas, dependía de los demás en su andar y obrar, ahora que ve, dirá “Soy yo el que habla” afirmándose en su identidad como persona, fruto todo esto de la iluminación interior que Jesús obró en él. Es que la luz de Cristo libera de toda esclavitud y le permite al hombre percibir, ver todo, de una manera nueva.
Este proceso de fe se desarrolla paulatinamente. El texto bíblico va contrastando el crecimiento en la fe de este hombre con la falta de fe de los fariseos que se van sumergiendo cada vez más en las tinieblas.
Cuando le preguntan, “tú qué dices de quien te abrió los ojos”, él responde con firmeza “Es un profeta”. Más adelante cuando lo examinan nuevamente sobre quién le abrió los ojos, irónicamente responde “¿también ustedes quieren hacerse discípulos suyos?”. Los fariseos mientras tanto se van alejando más y más de la salvación acusando con soberbia al ciego que es un pecador y que no tiene derecho a hablarles así, encerrados en el pensamiento antiguo de que la ceguera, como cualquier otro mal, es consecuencia del pecado personal o de los ancestros. Como se consideran perfectos, se cierran más en la incredulidad.
Por último este hombre dice: “es asombroso que ustedes no sepan de dónde es este hombre, sabemos que Dios no escucha a los pecadores pero sí al que cumple su voluntad. Si este hombre no viniera de Dios no podría hacer nada”. Su llegada a la cumbre de la fe está ya a la vista. Es en ese momento que se le acerca Jesús como se le aproximó al principio a pesar de que no le había pedido la curación. Cristo tiene la iniciativa, elige a este hombre, pequeño en su limitación, en su sufrimiento. Ya Dios en el Antiguo Testamento elige en su pequeñez a David (I Sam. 16, 1b.6-7.10-13ª) para colocarlo como rey de Israel, de la tribu de Judá, cumpliéndose la profecía dicha por Jacob antes de morir (Gén. 49, 8-12), y de cuyo linaje nacerá el Mesías Salvador.
La pequeñez de este ciego es lo que atrae también la misericordia del Señor. Los hombres miramos la apariencia, afirma la primera lectura cuando Samuel está tentado a elegir al hijo mayor de Jesé porque recordaba la apostura de Saúl, mientras que Dios libremente elige al pequeño David, olvidado incluso por su familia, pero elegido por Dios que mira el interior de las personas.
Cristo tampoco se fija en las apariencias va al fondo del corazón del ciego de nacimiento, lo cura dejando en claro que no es ciego por su pecado o por los de sus padres, idea muy común en ese tiempo respecto a la causa del mal físico, sino que ha nacido así para que se pudiera manifestar la gloria del Señor.
Culmina este proceso de fe cuando Jesús nuevamente se encuentra con el recién iluminado y le pregunta “¿crees en el hijo del hombre?”.Y responde,“¿quién es Señor para que crea en Él?” “Tú lo has visto, es quien te está hablando”. Tú lo has visto porque has recuperado la visión del alma para descubrir a Dios y encontrarte con Él. “Creo Señor” -dirá el hombre-, postrándose ante Él en actitud de profundo reconocimiento de su divinidad.
De esta manera, expulsado de la sinagoga, se encuentra el ciego curado con el nuevo Templo que es Cristo Nuestro Señor.
El texto bíblico señala que los padres del ciego que temen ser expulsados de la sinagoga con las consecuencias sociales que conllevaba esto, dirán “pregúntenle a él ya tiene edad suficiente”. Al hijo curado en cambio no le interesa esta expulsión, ya que se ha encontrado con el nuevo Templo, dejando atrás la sinagoga del diablo, la de la oscuridad, la de la incredulidad. Cristo al iluminarlo no sólo le ha permitido descubrirse a sí mismo, sino también descubrirlo a Él como nuevo templo para adorar al Padre en espíritu y en verdad.
Queridos hermanos: nosotros estamos llamados a ingresar en el mismo proceso de iluminación interior que tuvo este hombre sanado profundamente, pero recordemos que muchas veces nos sentimos tentados a seguir el camino inverso, el de los fariseos, que por no creer en Cristo, por no ver la divinidad presente se van cerrando cada vez más en las tinieblas alejándose de la Luz.
La no aceptación de Cristo hace que el hombre vaya oscureciendo su vida, se vaya metiendo cada vez más en las tinieblas y no pueda salir de allí para encontrase con Dios, consigo mismo y con sus hermanos, como le sucedió a este hombre rescatado del mundo tenebroso del espíritu del mal.
El apóstol Pablo (Ef. 5, 8-14) nos recuerda que éramos tinieblas antes del bautismo, mientras que ahora somos luz. Nos dice “Vivan como hijos de la luz”. Los frutos de la luz son la bondad, es decir, el amor de benevolencia, o sea, de querer bien y el bien, la justicia que apunta a respetar el derecho, y la verdad, es decir, alejándonos de la mentira y el engaño en el ser y en el obrar. Hemos de apartarnos de todo aquello que es falsedad y tiniebla. Vivir en la verdad supone saber discernir lo que agrada a Dios para realizarlo, y rechazar las obras de la tinieblas, que son siempre estériles, sin fruto alguno de bondad.
Pidamos insistentemente que Dios nos ilumine para que sepamos en cada momento descubrir las tinieblas que nos acechan para alejarlas y, encontrarnos con la luz que es el Señor para vivir de un modo totalmente nuevo por el encuentro personal con Él.
Padre Ricardo B. Mazza. Cura párroco de la parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la Vera Cruz. Argentina. Homilía en el domingo IV° de Cuaresma ciclo “A”. 03 de Abril de 2011. ribamazza@gmail.com; http://ricardomazza.blogspot.com
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