12 de diciembre de 2011

“El poder del Altísimo te cubrirá con su sombra”

En los textos bíblicos de esta fiesta hallamos una síntesis de lo que es la historia de la salvación humana, en la que desde el comienzo está presente no solamente cada uno de nosotros sino también el mismo Dios.
El apóstol San Pablo (Ef. 1,3-6.11-12) en la segunda lectura proclamada nos dice que nosotros hemos sido bendecidos por el Padre en Cristo Jesús y, “elegidos en Él antes de la creación del mundo”.
Cada uno de nosotros, pues, ya estaba presente en el pensamiento de Dios antes de la creación, como quien realiza una obra de arte porque previamente ésta existe ya en el pensamiento del autor.
Luego de afirmar Pablo que “fuimos elegidos antes de la creación del mundo” señala al menos tres fines de esa elección.
El primero será para que “seamos santos e irreprochables en su presencia, por el amor”, consecuencia obligada del hecho de haber sido creados por Él.
El segundo fin, es que “nos predestinó a ser sus hijos adoptivos en Cristo”. No somos por lo tanto una creatura más dentro de la creación sino predilectos por la filiación adoptiva, “para alabanza de la gloria de su gracia, que nos dio en su Hijo muy querido”.
El tercer fin establece que “fuimos constituidos herederos y destinados de antemano”, según el designio divino, “a ser aquellos que han puesto su esperanza en Cristo, para alabanza de su gloria”.
Este proyecto de grandeza para el hombre que Dios pensó desde toda la eternidad, queda herido de muerte por la entrada del pecado en el mundo, tal como lo describe el libro del Génesis (3, 9-15.20). El ser humano que tentado por el espíritu del mal pretende proclamarse dios, sucumbe quedando esclavo del maligno y denigrando su condición humana.
Pero Dios que no se arrepiente de su elección bondadosa por nosotros en Cristo, tenía prevista la respuesta en el envío de su Hijo, para que hecho hombre en el seno de una mujer, nos trajera la salvación, causando así la reconciliación del hombre consigo.
En este proyecto divino contaba la persona de María Santísima. Ella debería haber nacido con pecado original, pero Dios la preservó de toda presencia del mal en previsión de la muerte y resurrección de su propio Hijo Jesús. De allí que cuando el ángel le anuncia a María la voluntad del Creador de que ella sea la Madre del Salvador, le dirá “alégrate llena de gracia, el Señor está contigo” (Lc. 1, 26-38). Santificada en plenitud la virgen, se le solicita que entregue su libertad para dar cumplimiento al camino de la salvación humana. La respuesta no se hace esperar ya que María se abre a la gracia de Dios, con humildad, con sencillez.
El pecado de los orígenes aleja al hombre de Dios, “oí tus pasos por el jardín y tuve miedo porque estaba desnudo. Por eso me escondí” (Gén. 3, 9-15.20), quedando patente en su desnudez, la pérdida de la gracia, de la amistad de Dios, bajo el influjo del maligno, que lo empuja instintivamente a abandonar a quien lo creó.
María en cambio responde con sencillez de corazón, derrumbando la desobediencia de los orígenes, diciendo “Yo soy la servidora del Señor; que se cumpla en mí lo que has dicho”.
En esta apertura de María a la maternidad divina que Dios le concede, comienza una historia nueva para el hombre, la recreación de lo que se había perdido por el pecado de los orígenes.
A través entonces del misterio de la Inmaculada Concepción, María se convierte en digna morada del Hijo de Dios hecho hombre, que nace para nuestra salvación, y en Él se hace realidad el que fuimos elegidos antes de la creación del mundo para ser santos e irreprochables en su presencia, para ser hijos adoptivos del Padre por el sacramento del bautismo y herederos de la vida eterna.
Queridos hermanos trabajemos para obtener con la ayuda de la gracia divina la santidad de vida. Al igual que María abramos nuestro corazón al proyecto que Dios tiene para cada uno. Caminemos en el mundo sabiendo que somos hijos adoptivos del Padre, evitando todo lo que nos impide o aleja de la amistad con el que nos ha creado para su gloria que redunda también en nosotros.
Esto urge especialmente en un mundo como el nuestro en el que nos puede ganar el desánimo al contemplar que la fe desaparece cada vez que el hombre escucha “otras voces” que lo engañan impidiéndole recibir el mensaje del Salvador, que la esperanza en llegar a Dios languidece porque el ser humano, soberbio siempre, sólo pone su mirada en lo perecedero, que la caridad prolongación del amor de Dios en nosotros, se convierte en un egoísmo que sólo se centra en los propios intereses y en el disfrute de lo pasajero.
Tenemos que “tener memoria” que hoy tiene cada vez más vigencia aquello que en el antiguo testamento se llamaba el resto de Israel, o el pequeño rebaño del que habla el evangelio, haciendo mención a que en medio de la indiferencia o el rechazo por Dios de tantas personas en el mundo, estamos llamados a mantenernos fieles al Señor que nos ha elegido, a perseverar en el bien hasta el fin para alcanzar la “tierra nueva y los cielos nuevos” aunque seamos pocos.
Seguiremos siendo los herederos del Padre en la medida que marchemos en este mundo como peregrinos siempre y como sinceros hijos que anhelan encontrarse con su Señor.
En este éxodo permanente de una cultura que pretende encandilarnos con lo pasajero y centrarnos en la mentira, nos puede ayudar el poner en práctica aquellas palabras de san Agustín “si amas a Jesús, no tengas miedo de ir a su encuentro”.


Padre Ricardo B. Mazza, Cura Párroco de la parroquia “San Juan Bautista” de Santa Fe de la Vera Cruz, en Argentina. Homilía en la fiesta de la Inmaculada Concepción de María. 08 de diciembre de 2011.






























































































































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