23 de marzo de 2013

“Depositarios de la misericordia divina, ha de ser nuestra meta Cristo Crucificado, para alcanzar así el participar en su resurrección”


Un fruto deseable que esperamos alcanzar en esta cuaresma es lo que pedíamos a Dios en la primera oración de esta misa: “Que tu gracia nos conceda participar generosamente de aquel amor que llevó a tu Hijo a entregarse a la muerte por la salvación del mundo”.

Ahora bien, en la medida que conocemos el amor del Señor para con la humanidad y lo asimilamos a nuestra persona, es posible el cambio que Dios suscita en nuestro interior.

Si no nos sentimos tocados por ese amor es imposible regresar a Él, ya que centrados en nosotros, no vislumbramos el amor eterno que nos dispensa, empequeñecidos por los propios cálculos humanos.

La falta de conversión y la dureza del corazón se deben al hecho de que nos miramos siempre o nos deleitamos en las pequeñeces, incapaces de salir de nuestra individualidad, mediante el nuevo éxodo redentor que señala la primera lectura.

Participar generosamente del amor del Hijo, en cambio, nos lleva a entender y vivir lo que significa su entrega por la salvación del mundo.

Precisamente el texto de Isaías (43, 16-21) afirma “no se acuerden de las cosas pasadas, no piensen en las cosas antiguas; Yo estoy por hacer algo nuevo”. Esto nos interpela a no mirar y regresar siempre al pasado que nos paraliza e impide nuestro crecimiento, sino que hemos de mirar siempre hacia delante, convencidos del poder transformante que posee el misterio de la muerte y resurrección de Jesús.

Si pedimos participar del amor de Cristo redentor es porque estamos convencidos que Él es capaz de hacer algo nuevo en nosotros.

El recuerdo del pasado nos debe servir para discernir lo que hemos de cambiar, confiando en la gracia transformante de Dios y no en nuestras fuerzas, ya que al volver hacia atrás significaría el lamentarnos porque perdemos “la seguridad” que nos trae lo ya conocido por más adverso que sea.

El texto del evangelio (Juan 8, 1-11) nos muestra a esta mujer encontrada en flagrante adulterio, llevada ante Jesús que estaba enseñando al pueblo en el Templo y, denunciada ante todos los presentes. La acusación es clara, por su pecado debe ser muerta a pedradas según la ley de Moisés y se espera que Jesús, como Maestro, deje una enseñanza ejemplificadora.

Los escribas y fariseos apuran una respuesta, no porque se interesen en la conversión de la misma, sino porque la reprobación de Jesús lo pondría en contra de la prohibición romana de condenar a muerte, desprestigiándolo como misericordioso delante del pueblo, o quedaría como contrario a la ley de Moisés si la perdonaba.

Los escribas y fariseos están tan cerrados en sí mismos, anclados en su soberbia, en una lucha sin cuartel contra Cristo que no se permiten manifestar “algo” de bondad para con quien pecara separándose de Dios.

En ese contexto de “apriete” en el que se lo coloca, Jesús, exclama con firmeza “Aquél de ustedes que no tenga pecado, que arroje la primera piedra”.Los escribas y fariseos se sintieron heridos de muerte por la palabra de Jesús, ya que les hizo ver que ellos son los primeros que debieran dar cuenta a Dios por sus maldades, sus pecados. De hecho, ellos vivían el culto a Dios de un modo exterior, y su corazón estaba lejos del mismo.

Mons. Arancedo, reflexionando sobre este evangelio, nos decía en relación con la actitud de Jesús frente a la adúltera que, “El Señor no se fija tanto en el pasado, en el “curriculum vitae”, en lo que podemos presentar, sino en el futuro, en lo que estamos dispuestos a hacer. En última instancia, nos está diciendo, nuestra verdad está delante de nosotros”. No se queda el Señor en el pasado sino en el futuro de esta mujer porque “El perdón se inscribe en esa actitud de conversión y de gracia que proviene de Dios, que como Padre no abandona a sus hijos, incluso en el pecado”.

El papa Francisco decía ayer que deseaba una Iglesia pobre y para los pobres. La primera interpretación versa sobre lo meramente material cuando en realidad la Iglesia de los pobres es la de los “anawim” del antiguo testamento, -de lo cual he hablado no pocas veces-, la de aquellos que sintiéndose nada se presentan como tales delante de Dios con el deseo de pertenecer sólo a Él. Pues bien, esta mujer está sumida en la pobreza más profunda y, esclava del pecado, carece de la gracia de Dios, y justamente por ello es que puede ser sanada interiormente por Cristo.

La Iglesia será realmente pobre cuando se libere del espíritu de los escribas y fariseos que sólo viven de la exterioridad, juzgando a todos, sintiéndose superiores, utilizando la ley según sus interpretaciones, inmisericordes con los pecadores y lejos de Dios.

La Iglesia será pobre cuando poblada por pecadores redimidos, pero pecadores al fin, éstos reconozcan su dignidad gracias a la bondad de Dios, y no de su esfuerzo, y caminen hacia la santidad, laborando por la salvación de todos.

Continuando con su misión de Salvador, Cristo le dice a la mujer adúltera: “Mujer, ¿dónde están tus acusadores? ¿Nadie te ha condenado?” Ella le respondió:”Nadie, Señor”. Yo tampoco te condeno –le dijo Jesús-. Vete, no peques más en adelante”. Ante el don de la misericordia y el perdón, Jesús reclama a la pecadora, como también a cada uno de nosotros, la tarea de la conversión y el seguimiento de su Persona.

En relación con este pasaje del evangelio, el papa Francisco nos decía en el Ángelus de hoy, que Dios no se cansa nunca de perdonar, sino que somos nosotros los que nos cansamos de pedir perdón. Gran verdad es ésta, ya que suele suceder que sin advertirlo siquiera, nos ponemos en la puerta del pecado de desesperación que consiste en dudar de la bondad o de la misericordia de Dios, cayendo en el error de pensar en la inutilidad del arrepentimiento y de pedir perdón, a causa de nuestras debilidades o de nuestra soberbia, engaño que proviene siempre del maligno.

En el contexto que mencionamos antes, de dejar atrás las cosas pasadas ya que el Señor quiere hacer algo nuevo en nosotros, el apóstol san Pablo (Fil. 3, 8-14) mira hacia atrás cuando vivía en el judaísmo y perseguía a los cristianos y, reconociendo que su vida ha cambiado radicalmente después de haber conocido a Cristo, exclama con vigor: “Todo me parece una desventaja comparado con el inapreciable conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor. Por Él, he sacrificado todas las cosas, a las que considero como desperdicio, con tal de ganar a Cristo y estar unido a Él, no con mi propia justicia –la que procede de la Ley- sino con aquélla que nace de la fe en Cristo, la que viene de Dios y se funda en la fe.”

El apóstol, sin despreciar el mundo creado por Dios, lo coloca en su verdadera dimensión, de manera que nada vale en comparación con el conocimiento y amor de Nuestro Señor Jesucristo.

Relacionado con esto, el papa Francisco en su primera homilía en la misa a los cardenales hace hincapié en la necesidad de caminar a la luz del Señor sin desfallecer, edificando su Iglesia y profesando la fe en Cristo crucificado.

Esto mismo expresó reiteradamente el apóstol san Pablo cuando dijo "Lo que es a mi, Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, en la cual el mundo está crucificado para mi, y yo para el mundo” (Gál 6,14), “En efecto, yo por la ley he muerto a la ley, a fin de vivir para Dios: con Cristo estoy crucificado” (Gál. 2,19), “Pues los que son de Cristo Jesús, han crucificado la carne con sus pasiones y sus apetencias” (Gálatas 5,24).

Esta vivencia de Cristo crucificado por la que no nos dejamos atrapar por las veleidades del mundo o la sociedad de consumo, nos permite vivir de verdad nuestra fe católica en toda su profundidad, evitando transformar la Iglesia en una ONG, es decir, en una realidad que no compromete demasiado, ni interpela nuestras conciencias a ser mejores, como señalara el papa en estos días.

De hecho no pocas veces, los bautizados tratamos de escapar a todo compromiso y quisiéramos una Iglesia que no moleste demasiado, que no nos saque de nuestros esquemas conformistas con la vida del disfrute tan en boga en nuestros días.

Queridos hermanos, recibiendo las enseñanzas de la liturgia de este día, no dejemos de pedir perdón por nuestros pecados, para que animados a dejar atrás el pasado, podamos abrirnos a lo nuevo que el Señor quiere obrar en nosotros. Cristo Crucificado ha de ser nuestra meta para alcanzar así el participar en su resurrección. Pidamos esto con confianza, seguros de alcanzar esta gracia de su infinita bondad.





Padre Ricardo B. Mazza. Cura párroco de la parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la Vera Cruz. Argentina. Homilía en el 5to domingo de Cuaresma. Ciclo “C”. 17 de marzo de 2013. ribamazza@gmail.com; http://ricardomazza.blogspot.com







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