27 de marzo de 2013

El Reino prometido por Cristo, ¿No es acaso un reino ilusorio, ofrecido bajo el influjo de la agonía más atroz?



En la primera oración de esta misa pedimos a Dios, que nos mostró el ejemplo de humildad de nuestro Salvador que se encarnó y murió en la cruz, nos conceda “recibir las enseñanzas de su Pasión para poder participar un día de su gloriosa Resurrección”.
De esta manera la Semana Santa iniciada, no sólo es recuerdo de lo que aconteció en el pasado, sino que actualiza el compromiso de cada uno de nosotros con Aquél que entregó su vida para salvarnos.
El apóstol san Pablo, confirmando lo que suplicamos en la oración inicial, afirma en la segunda lectura (Fil. 2, 6-11), que Jesucristo no se reservó para sí la igualdad con Dios que posee desde toda la eternidad, sino que se hizo semejante a los hombres, humillándose “hasta aceptar por obediencia la muerte y muerte de cruz”.
En la procesión de Ramos hemos aclamado a Jesús como Rey y Señor y, en la proclamación de la Pasión (Lc. 22,7.14-23,56), descubrimos caminos concretos para seguirlo desde un reinado de humildad entronizado en lo alto de la Cruz.
En este camino de humillación de Jesús, la institución de la Eucaristía con la que se abre la Palabra de Dios, señala su voluntad de permanecer entre nosotros bajo las humildes especies de pan y vino, con la misión de hacerlo siempre en memoria suya.
Y así, cada domingo, mientras la soberbia humana prescinde de Dios, los ejemplos del Señor conducen nuestros corazones a participar de la misa dominical, haciendo memoria de la entrega que hace de sí mismo derramando su sangre salvadora.
Más aún, al alimentarnos consigo mismo en el sacramento, llama al abajamiento, al reconocimiento de nuestros pecados y posterior conversión, asimilándonos a su humillación para alcanzar la vida eterna que nos promete. Y así, de este modo, la participación de la Eucaristía dominical confesará que desde la pequeñez y humildad de las especies, somos transformados y participamos en el tiempo de la vida eternal.
Humildad del Señor que se magnifica ya que es en este sacramento donde más es ofendido, desacralizado, burlado y desconsiderado, sin que por ello deje de ofrecerse por nuestra salvación.
Mientras en el mundo las fuerzas oscuras de la violencia crecen día a día, movidas por la idolatría del más fuerte sobre el débil y despreciando la misma dignidad humana, Jesús se deja humillar y doblegar ante aquellos que con espadas y palos lo apresan, manifestando con la curación del herido en la oreja, que en Él no rige el ojo por ojo tan común en la mentalidad humana que sólo busca la venganza por el daño recibido.
Sigue su camino de humillación sometiéndose ante sus jueces, indignos todos, ya sea el Consejo de los ancianos del pueblo judío, Pilato, el procurador romano o el licencioso adúltero Herodes, asesino del Bautista.
Estos títeres en manos del maligno pretenden erigirse en dueños del humillado, ciegos ante la verdad que se les presenta, esclavos de sus sueños de pretendidos poderes absolutos, engreídos por la falsa ilusión de querer ser dioses, como el primer hombre, mientras Jesús calla ante Herodes o responde sólo lo indispensable ante Pilato y los jefes de los judíos. Sabe que su suerte está echada, que los juicios están armados y preparados para matarlo, porque su grandeza estorba y golpea a estos indignos de llamarse gobernantes, que se apoyan en la prepotencia e impunidad para acallar la verdad, como sigue aconteciendo en nuestros días en el odio desatado contra los seguidores del Señor a lo largo del mundo.
Mientras tanto, a la humillación constante, se suma la negación de Pedro que cede ante la acusación e interpelación de la servidumbre, como nosotros también negamos a Cristo, sometidos al ludibrio de los que son servidumbre del maligno o presionados ante la vergüenza que nos embarga cuando de dar testimonio de Cristo se trata.
¡Cómo nos cuesta dar la cara por el Señor, por Él, que ya la tiene desfigurada a causa de nuestros pecados!
A pesar de la negación, Cristo perdona a Pedro, porque llora amargamente su pecado, reconoce su nada y porque después de la conversión ha de confirmar a sus hermanos. A nosotros también nos perdona Jesús si lloramos nuestros pecados y regresamos a Él, confiándonos nuevamente los dones que nos había encomendado.
Humillado por la traición de Judas, dolorosa porque tanto le ha prodigado de bien y, porque el traidor ha puesto la avaricia por encima de la fidelidad. ¡Cuántas veces, también nosotros, por el afán de riqueza, comodidad y poder, devenidos en dioses de barro, hemos traicionado al Señor con nuestros pecados!
Seguimos avanzando en el camino de la Pasión del Señor, tratando de entrar en su enseñanza de humildad y comprendiendo, cómo a través de ella, recuperamos la grandeza que se nos ha confiado desde los orígenes y que perdimos por la pretensión soberbia de querer reemplazar a Dios de nuestra vida y de la historia humana.
Jesús predica con su ejemplo, no que es el Hijo de Dios, sino el esclavo, para que entendamos que esclavos nos hicimos nosotros por la pretensión de ser más que Dios. Renuncia a presentarse como Dios para que entendamos que cuando desistimos de reconocer nuestra debilidad y limitación de hombres para constituirnos superiores, herimos de muerte nuestra misma naturaleza humana.
Así como en los orígenes el hombre quiso robar a Dios lo que era suyo e inalcanzable para la creatura, Cristo inversamente, por medio de la humillación y el desprecio, quiere hacernos recuperar lo que somos, esto es, la dignidad de hijos de Dios.
Esto se hace más urgente en nuestro tiempo, en el que el ser humano, buscador de excelencias que no merece, prepotente ante todos, pagado de sí mismo, embriagado por falsas ilusiones de gloria, cree que no necesita de Dios, que puede decidir qué es lo bueno y lo malo o que es dueño de la verdad, estando por ello cada vez más solo y confundido, sumergido en su presuntuoso interior, ya que no se ha vaciado primero de tanta soberbia y vanidad.
Ante este engaño en el que vive el hombre fatuo, Cristo se presenta y señala el camino del anonadamiento como vía de la recreación humana.
Y así, caminando siempre tras la pasión del Señor llegamos a su crucifixión en medio de dos ladrones. Los insultos surgen de uno de ellos, como sucede a menudo en nuestros días cuando es despreciado y burlado en su Cuerpo que es la Iglesia.
En efecto, es propio del que se ha alejado de Dios y se hunde en el vacío de la nada, el insultar y agredir a todo aquél que represente la verdad, la belleza de la santidad, la vida verdadera, mientras la gracia de Dios actúa en el corazón bien dispuesto.
El juego de las libertades humanas se manifiesta claramente en estos dos hombres que sufren el mismo martirio que Jesús, en uno el rechazo, en el otro la apertura total de su corazón a la gracia que lo va transformado.
Nos encontramos en este momento final del “buen ladrón” con la confesión de fe quizás más excelsa, ya que fructifica en su persona, el ejemplo humilde del Señor.
Decíamos que a través de su humillación constante y anonadamiento más profundo, Jesús manifiesta en su Pasión que este es el camino de salvación para el hombre que se ha apartado de su Creador desde los orígenes, cuando ha querido usurpar la condición divina que no le es propia.
La contemplación que cada año realiza de la Pasión la Iglesia, sigue siendo el momento a través del cual Jesús interpela a los hombres de todos los tiempos, para recordarles que en la pretendida veleidad de querer ser como dioses, no se ha logrado más que dolor y lágrimas para el mundo, porque herida por el pecado de los orígenes y sumergida en las tinieblas del maligno, la humanidad ha perdido el rumbo de la verdad y del bien, apartándose del fin sobrenatural para el que había sido creada.
A la luz de esta reflexión se comprende la valiosa actitud del buen ladrón que contemplamos, constituyendo un ejemplo de lo que la gracia de Dios realiza en cada uno de nosotros si humildemente aceptamos la supremacía de Dios en nuestras vidas.
Este hombre ingresa por el camino de la redención al asumir su culpa y condigna reparación por medio del sufrimiento al decir a su compañero de andanzas “¿No tienes temor de Dios, tú que sufres la misma pena que Él? Nosotros la sufrimos justamente, porque pagamos nuestras culpas”, confesando a continuación la inocencia del crucificado, cual nuevo Isaías, afirmando con convicción “Él no ha hecho nada malo”.
El buen ladrón ha entendido que su apartamiento de Dios comenzó al pretender usurpar la dignidad divina erigiéndose en señor de todos y de todo, viviendo según su parecer y caprichos, ilusionándose que allí estaba la vida verdadera que nunca encontró. Pero comprendió, a su vez, que sólo por el camino de la cruz que se le ofrecía, podría encontrarse nuevamente consigo mismo y su verdadera dignidad de hijo de Dios.
Ante la aparente debilidad del divino crucificado creyó se encontraba la verdadera salvación, de allí que exclamara “Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu Reino”.
¿Qué Reino podía ofrecer quien se desangraba y llegaba al fin de su vida temporal bajo los insultos y las burlas de la soldadesca? ¿No se trataba acaso de un reino ilusorio, sólo ofrecido por quien desvariaba bajo el influjo de la agonía más atroz?
No, este hombre comprendió y creyó que el reino que Jesús podía ofrecerle es el que Él, sometiendo a su poder a la creación entera, entregaba al Padre Santo, “el reino eterno y universal, reino de verdad y de vida, reino de santidad y de gracia, reino de justicia, de amor y de paz” (Prefacio de Jesucristo Rey del Universo).
Se concretó en este hombre lo que pedíamos en la primera oración de la misa de hoy en el sentido de que recibiendo las enseñanzas de la Pasión del Señor lleguemos a “participar un día de su gloriosa Resurrección”.
Confirma Jesús esta confesión de fe en su divinidad y su esperanza en la vida eterna por medio de la conversión que realiza la caridad, afirmando “Yo te aseguro que hoy estarás conmigo en el Paraíso”.
El mismo Jesús, movido por el eterno amor que lo lleva a morir por la humanidad, otorga en postrer don la posibilidad de que llegue a todos la gracia concedida por su sumisión, exclamando “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”.
Queridos hermanos: supliquemos al Padre del Cielo que lo vivido en el recorrido de la pasión y muerte del Señor, penetre nuestro corazón y permanezca en nuestra memoria, para que renunciando sinceramente a todo lo que nos aparta de Dios seamos capaces de reconocer que no es pretendiendo usurpar la dignidad divina por donde seremos más grandes, sino viviendo en plenitud nuestra condición de hijos de Dios.
¡Abramos en este día las puertas de nuestro corazón para que como santuario vivo recibamos al rey de la gloria que viene a salvarnos en la humildad de su carne!


Padre Ricardo B. Mazza. Cura párroco de la parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la Vera Cruz. Argentina. Homilía en el Domingo de Ramos. Ciclo “C”. 24 de marzo de 2013. ribamazza@gmail.com; http://ricardomazza.blogspot.com









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