8 de marzo de 2013

“Por la conversión del corazón, retornemos a la intimidad con Dios, dador de todo bien”

En el momento oportuno y en el lugar más apropiado, Dios viene al encuentro del hombre. Moisés (Éxodo 3, 1-8ª.10.13-15) está cuidando las ovejas de su suegro, en subida al monte Horeb, y es allí donde se encuentra con Dios de un modo inesperado, con un corazón dispuesto a responderle como actitud habitual en su vida.
Desde la zarza ardiente que atrae su atención, Dios le dice “¡Moisés, Moisés!”, respondiendo él “¡Aquí estoy!”, mientras se aproxima confiado. Aunque Dios quiere encontrarse con él, ha de caer en la cuenta que “la tierra sagrada” indica no obstante, la grandeza e infinitud de su Señor. No hay lejanía de Dios, pero tampoco la cercanía del encuentro definitivo en la gloria. Es la vivencia del “ya está presente Dios”, esperando a su vez al “todavía no” del fin de los tiempos. En este momento Dios se manifiesta como un ser personal que busca a Moisés, -y también a nosotros-, para entablar un trato amical, personal, respetando la originalidad irrepetible de cada uno.
Los dioses paganos, en cambio, estaban lejos de sus adoradores, se desentendían del mundo, eran ciegos, sordos y mudos ante los reclamos de la humanidad, sin trato diferente con cada uno, seres inaccesibles como inexistentes que eran.
El texto bíblico que referimos, continúa esta revelación personal afirmando “Yo soy el Dios de tus padres, de Abraham, de Isaac, de Jacob”, y hasta podrían haber seguido los nombres de cada uno de nosotros.
Esta realidad debiera tocar profundamente nuestro corazón como lo hizo con Moisés, sintiéndonos llamados a un compromiso cada vez mayor con Él, ya que al llamarnos por nuestro nombre no queda otra respuesta posible que decir confiadamente, aún sin saber lo que nos espera, “¡Aquí estoy!”.
Moisés descubre a Dios y comienza esa vida de intimidad con quien lo ha llamado y, que durará siempre mientras viva, cumpliendo la misión que se le ha encomendado. La disponibilidad será siempre la que guíe sus pasos conduciendo al pueblo elegido de la salida de Egipto hasta la tierra prometida, a la que no entrará porque su meta es la celestial, de la que la otra es sólo figura y promesa.
Deberá Moisés dar a conocer el nombre de quien lo ha elegido afirmando que “Yo soy” lo ha enviado, impidiendo que alguien, como sucedía con los ídolos, pudiera pretender “apresar” a quien sólo es espíritu.
Sin embargo, el “Yo soy el que soy” se hará visible cuando el Hijo de Dios asume la naturaleza humana en el seno de María Virgen. En efecto, el Dios de Abraham, de Isaac, de Jacob, de Moisés, que guía al pueblo en el desierto a través del fuego y de la nube, se hace visible en Cristo, lo podemos tocar ya que es carne nuestra, instrumento de salvación para el hombre.
Si escuchamos al apóstol san Pablo (I Cor. 10, 1-6.10-12) en la segunda lectura, notamos que profundiza lo expresado en el texto del Éxodo afirmando que el pueblo salido de Egipto recibió un sinnúmero de beneficios y dones ya que “todos comieron la misma comida y bebieron la misma bebida espiritual. En efecto, bebían el agua de una roca espiritual que los acompañaba, y esa roca era Cristo”. Por lo tanto, en medio de la prueba, Dios que es Padre, los asiste y guía a la tierra de promisión, percibiéndose ya su orientación al misterio de Cristo.
Sin embargo, a pesar de haber recibido tantos signos de la predilección de quien es “Yo soy el que soy”, “muy pocos de ellos fueron agradables a Dios, porque sus cuerpos quedaron tendidos en el desierto”.
Esta afirmación deja en claro que la pertenencia al pueblo elegido no asegura la entrada y posesión de la tierra de promisión, si al mismo tiempo no se vive fielmente la alianza sellada con el Dios de “Abraham, de Isaac, de Jacob”.
El mismo apóstol, partiendo de este hecho, nos confirma que el pertenecer a la Iglesia mediante el pacto sellado por la sangre de Cristo, no asegura que podamos acceder a la meta última de la comunión plena con la Trinidad, ya que “Todo esto aconteció simbólicamente para ejemplo nuestro, a fin de que no nos dejemos arrastrar por los malos deseos, como lo hicieron nuestros padres. No nos rebelemos contra Dios, como alguno de ellos, por lo cual murieron víctimas del Ángel exterminador”. La abundancia de los dones recibidos por nosotros, inmersos en el misterio pascual por el sacramento del bautismo, reclama, pues, nuestra respuesta generosa.
La falta de respuesta vuelve al hombre infecundo, cobrando fuerza la imagen de la higuera que evoca al pueblo de la infidelidad a la que quiere cortar su dueño –el mismo Dios- porque no da frutos, pero que a instancias del viñador –Cristo- , quien se ofrece para cuidarla, se le otorga un tiempo más para que fructifique.
La intercesión de Cristo por cada uno de nosotros en el decurso del tiempo, alcanza valor infinito ya que Él entregó su vida en la cruz para salvarnos.
Cada cuaresma, por tanto, recuerda que se nos ha dado un año más para nuestra conversión y, que urge nuestra respuesta, a tanto bien recibido de Dios. La conversión personal, por lo tanto, que incluye cambio de mentalidad y dar la espalda a lo que nos separa de Cristo, se hace cada vez más urgente.
Este reclamo de conversión queda patente en el texto del Evangelio (Lucas 13, 1-9), que continúa en la misma línea de los dos textos anteriores.
Partiendo del recuerdo de muertes violentas ocurridas por esos días, Cristo señala que no padecieron esa forma trágica de muerte por ser más pecadores que los demás, como se pensaba a veces, sino que se nos hace percibir la precariedad de la vida y la proximidad de la muerte, que el mismo Señor vincula precisamente con la necesidad de la conversión a Dios diciendo “si ustedes no se convierten, todos acabarán de la misma manera” graficando la situación desgraciada propia del endurecimiento en el mal.
En el fondo –recurriendo a la imagen de la higuera- se nos advierte que es posible que no tengamos un año más para decidirnos, lo cual apremia más y más el momento del regreso a la santidad de Dios.
La conversión, por cierto, no es fácil, porque la persona humana se resiste no pocas veces a volver atrás de su mala vida y porque supone tener conciencia del pecado, de su gravedad, del desalojo de Dios de nuestras existencias, del estrago que hace en nuestra vida y en la de los demás.
Lamentablemente en nuestros días se ha perdido el sentido del pecado porque ya antes hemos perdido el sentido de Dios y el que de tal manera nos hemos mentalizado según los criterios del mundo relativista, que ya nada nos hace estremecer, ni siquiera las acciones más vergonzosas.
Para que se produzca la conversión es necesario reflexionar sobre nuestra vida interior, desechar el pensamiento de que no tenemos pecado, que nada malo hacemos, que todo está bien cuando no es así. Acontece también que pasamos años sin acercarnos al sacramento de la reconciliación o guardamos celosamente algún pecado grave reiterando siempre confesiones sacrílegas.
Incluso, más allá del pecado como acto, defendemos como verdad ciertas ideologías en boga, como la del género, o sostenemos en nuestro interior como verdad aquello que Cristo o la Iglesia nos enseñan como pecaminoso.
No pocas veces se erigen grupos que se llaman católicos y defienden, por ejemplo, el homicidio institucionalizado del aborto. ¡Hasta tal punto llega el descaro y la frivolidad con que se toman las realidades más santas!
En este sentido, hay quienes nunca abortaron, pero ven con buenos ojos y hasta con alegría, si otros lo hacen, aplaudiendo la realización del mal.
Hermanos: aleccionados por la Palabra de Dios, debemos realizar el esfuerzo de responder a la gracia de Dios que se nos ofrece, y llegar a una conversión sincera, ya que en ella no sólo se juega nuestra vida presente, sino también la futura.
Pidamos con confianza a Dios el que convertidos de corazón podamos tener con Él una relación filial como la que tenía Moisés y, podamos decir cuando nos interpela y llama, “Aquí estoy”, confiándole nuestros proyectos, nuestros ideales y deseos de ser cada día más santos, como Él es Santo. Pidamos confiadamente esta gracia y se nos dará en abundancia.


Padre Ricardo B. Mazza. Párroco de la parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la Vera Cruz, Argentina. Homilía en el 3er domingo de Cuaresma, ciclo “C”, 03 de marzo de 2013. http://ricardomazza.blogspot.com; ribamazza@gmail.com.-















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