15 de marzo de 2013

“Dios nos devuelve al recto sendero, nos acompaña a lo largo de la vida con su bondad y su gracia, por amor de su Nombre”

La parábola del hijo pródigo (Lucas 15, 1-3.11-32), que más bien debiera llamarse la del Padre misericordioso, por ser él quien se destaca en la narración, nos muestra el corazón bondadoso del Padre de Jesucristo que está siempre esperándonos para recibirnos nuevamente y hacernos partícipes de sus dones abundantes.
 No podía ser de otra manera ya que fuimos pensados desde toda la eternidad y creados, para la bienaventuranza.
Este hijo malgastador de los bienes de su padre, representa a cada hombre y mujer que creados a imagen y semejanza de Dios, deciden vivir a expensas de la dignidad que poseen, derrochando los dones y gracias otorgadas para ser en plenitud verdaderos hijos de Dios.
La comprobación de sus carencias, -no tanto la bondad del padre que siempre espera-, es lo que permite en un primer momento el añorar participar de los gozos propios de la casa paterna.
Pero, los hay también de aquellos que lo tienen todo, que atiborrados de poder y dinero nunca están satisfechos y, corriendo tras los bienes que la sociedad de consumo ofrece, perciben –como enseña santo Tomás de Aquino en la Suma Teológica en el tratado del Fin último-, la vaciedad de aquello en lo que han puesto su esperanza y culminan cayendo en la cuenta que sólo en la ternura del padre encontrarán el verdadero sosiego para sus corazones.
Las carencias, por lo tanto, en unos, y la vaciedad de lo que han logrado, en otros, se convierte en medio, por la gracia de Dios, para descubrir dónde están los verdaderos bienes.
La vuelta a la casa paterna del Buen Dios se convierte, pues, en tarea trabajosa, que el Padre hace más llevadera porque sólo le interesa recuperar al hijo perdido y encontrado, conformándose sólo con que se le diga “Padre pequé contra el Cielo y contra ti; ya no merezco ser llamado hijo tuyo”, ya que aunque mereciera ser tratado como un jornalero más, no ha perdido por el amor del Padre, su condición de hijo bien amado.
Esta historia es de alguna manera la propia, que a través del sacramento del perdón estamos siempre invitados a festejar y holgar porque es grande la alegría reinante al haber sido recuperados.
Plásticamente se nos recuerda que todos tenemos la oportunidad de volver y recuperar lo perdido, toda vez que reconociendo nuestra filiación divina sólo deseemos vivir fielmente en el futuro la condición de hijos bienamados.
Pero también en nosotros, los que nos consideramos fieles, acontece que como el hijo mayor, recriminemos al Padre no haber sido recompensados por nuestra dedicación filial. Nos duele que se trate “mejor” al perdido y encontrado, que a nosotros que nunca nos fuimos de la casa paterna, sin caer en la cuenta que al no alegrarnos por quien se ha salvado no hemos estado cerca del corazón del Padre.
Aferrados al hecho de haber sido hijos cumplidores, no terminamos de comprender que también nos hemos alejado al no descubrir que el verdadero bien estaba en el compartir la vida del Padre.
Como los fariseos y los escribas “hemos cumplido” con lo que se nos mandaba, pero no hemos comprendido que allí debieran estar los verdaderos gozos. Como si en el fondo envidiáramos el no haber tenido el coraje de alejarnos físicamente, ya que de hecho no pocas veces estamos lejos del Padre desde el corazón.
Esta bella conversión que se nos describe es posible, destaca san Pablo (II Cor. 5, 17-21), “porque todo esto procede de Dios, que nos reconcilió con Él por intermedio de Cristo”.
He aquí que se despliega la mediación de Cristo, que como puente entre nosotros y el Padre, hace posible, la total transformación de nuestro ser y de nuestro obrar, de manera que se hace realidad que “El que vive en Cristo es una nueva criatura: lo antiguo ha desaparecido, un ser nuevo se ha hecho presente”.
La conversión, pues, de los dos hijos, el derrochón y el que se creía fiel, será siempre posible “Porque es Dios el que estaba en Cristo, reconciliando al mundo consigo, no teniendo en cuenta los pecados de los hombres”.
Esta realidad y posibilidad de la conversión y posterior reconciliación, siempre presente en el misterio de gracia que proviene de la paternidad de Dios, constituye además el eje de la misión de la Iglesia y por lo tanto de cada uno de nosotros “embajadores de Cristo”, siendo “Dios el que exhorta a los hombres por intermedio nuestro” para que formemos un pueblo único que a pesar de las pruebas de este mundo aspire siempre a ingresar a la tierra prometida del Cielo de la que es anticipo “la tierra de Canaán” (Josué 4, 19; 5, 10-12).
Hermanos sintamos retumbar en nuestros oídos las palabras del apóstol “déjense reconciliar con Dios”, para alcanzar así los frutos que se nos promete en esta cuaresma.
No resistamos a la acción de la gracia, no dejemos pasar más tiempo para regresar a la Casa del Padre, ya que Él nos espera ansioso con el deseo intenso de salir a nuestro encuentro apenas nos vea acercarnos a su Persona para abrazarnos una vez más y llevarnos a la celebración festiva del reencuentro.


Padre Ricardo B. Mazza. Cura párroco de la parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la Vera Cruz. Argentina. Homilía en el 4to domingo de Cuaresma. Ciclo “C”. 10 de marzo de 2013. ribamazza@gmail.com; http://ricardomazza.blogspot.com










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