29 de marzo de 2013

“Que el Señor, nutriéndonos por la Eucaristía, nos otorgue la gracia de lavar los pies a todos”.

El obrar del Señor con sus discípulos (Juan 13,1-15), debería hacernos recordar que también nos ha lavado los pies desde el primer momento de nuestra existencia, al darnos la vida humana a través de nuestros padres.
Pero mucho antes, siempre dispuesto a servirnos, al hacerse hombre el Hijo e ingresando a nuestra historia de débiles creaturas, nos muestra el amor infinito de Dios.
Nos ha lavado los pies de barro de nuestra naturaleza humana por el sacramento del bautismo y, también lo sigue haciendo a lo largo de nuestra existencia con sus gestos de amor y ternura, porque la historia de la relación entre Dios y nosotros es siempre de amor.
El Señor lava nuestros pies cuando nos purifica de nuestros pecados en el sacramento de la reconciliación, para que convertidos, hagamos lo mismo.
Lava nuestras cobardías en la confirmación para hacernos sus testigos en el mundo mediante la acción de su Espíritu.
Lava nuestros pies en la Eucaristía, ya que quiere fortalecernos con su presencia y, respondemos a ese gesto preparando el altar para la misa, cuando dóciles en sus manos, disponemos todo para que Él se haga presente en el eterno deseo de servirnos.
Lava nuestros egoísmos en el matrimonio para que purificado el amor humano, aprendan los esposos a servirse mutuamente.
Nos purifica de nuestras debilidades e imperfecciones en la Unción de los Enfermos para ser ministros del carácter salvífico del dolor.
Limpia nuestras pretensiones de grandeza humana por el sacramento del Orden, para ponernos, sin mezquindades, al servicio de todos.
Él nos habla a través de estos signos por los que siempre está lavándonos los pies. Aún cuando nos reprende está pensando en nosotros, está lavándonos los pies de naturaleza caída y redimida.
Esto que hace el Señor, va más allá del momento histórico en que se realizan, ya que nos dice que sigamos su ejemplo, lavándonos los pies mutuamente por medio del servicio desinteresado, especialmente a favor de quienes no pueden o no saben agradecerlo. Ayudarnos a lavar las heridas del pecado, o de nuestras limitaciones, muchas veces visibles, mediante el lavado de la comprensión, del perdón, o simplemente cargando con lo que agobia o preocupa al hermano.
El mundo está tan disminuido porque no nos lavamos los pies unos a otros, ya cuando dejamos de lado el servicio de los otros por medio de la misión que se nos ha encomendado, hasta cuando somos crueles con los defectos del otro en lugar de cubrirlos con el perdón o la corrección evangélica.
Muchas veces vivimos una religión fabricada a nuestra imagen y semejanza de manera tal que prima más el criterio de que nos sirvan en lugar de servir.
Esta actitud del Señor nos interpela a una verdadera conversión para dejar de pretender ser señores para constituirnos en servidores.
El sacramento de la Eucaristía, que hoy actualizamos, signo del servicio supremo del Señor, por el que no nos quiere dejar desnutridos en la fe, esperanza y caridad, ha de llevarnos a una unión más estrecha con Él y con el prójimo, sirviendo a Uno como a los otros, con amor siempre fecundo.
La Eucaristía como fuente de vida y amor, como decíamos en la primera oración, ha de transformarnos de tal manera que brille en nuestra existencia la alegría de la unión con el Señor y con los hermanos.
La Eucaristía nos ha de capacitar para recibir a todos en nuestro corazón, sin necesidad de ir muy lejos, ya que a nuestro alcance tenemos frecuentes oportunidades para reconocer a alguien en su dignidad y servirlo de veras.
Como los granos de trigo, diversos entre sí, forman una única hostia que se transforma en el Cuerpo del Señor por la transubstanciación, así también nosotros, distintos entre sí, hemos de constituir una comunidad nutrida por el Señor que se expresa y fortalece en el servicio a los demás.
La Eucaristía es el regalo más hermoso que Jesús nos deja hasta el fin de los tiempos, lo cual ha de hacernos exclamar como lo hacíamos recién, “¿con qué pagaré al Señor todo el bien que me hizo?”. No son suficientes los días de nuestra vida para visualizar todo el bien que hemos recibido del Señor, ni tampoco bastan para retribuirle aunque sea en parte.
Jesús se conforma con que le paguemos con nuestra entrega, con nuestra vida, no necesita de cosas ni sacrificios, ni ofrendas varias, sólo un corazón dispuesto a amar, no por Él, sino por nosotros, ya que en esta ofrenda personal se encuentra nuestra perfección y grandeza humana.
En cada Eucaristía se renueva su amor por nosotros manifestando el ejemplo supremo de su servicio al lavarnos los pies por su cruz y resurrección.
La humildad del Señor y su gesto de lavarnos los pies llega a su cumbre cuando hasta al mismo don de su Cuerpo y Sangre lo ha dejado en manos del ministerio sacerdotal, no queriendo hacerse presente por sí mismo, sino a través de la mediación del sacerdocio de la Nueva Alianza.
Esto hace que el sacerdote, establecido tal por el sacramento del Orden instituido en la Última Cena, debe abocarse en asumir la santidad de Cristo y ser así instrumento apto para la salvación del mundo, ya que es el único que puede hacerlo presente a Jesús en medio de los hombres.
El papa Francisco nos decía hoy desde Roma a todos los sacerdotes, que hemos de ser “pastores con olor a oveja”, significando con ello la cercanía del pastor con sus fieles, atento siempre a los dolores, problemas y limitaciones de todos. Dispuestos a llegar a la periferia –decía el papa-, esto es, a curar las heridas de tantas ovejas lastimadas por el pecado, el abandono o la indiferencia de sus hermanos.
De esta manera, los más inútiles y despreciados por la sociedad, los quebrantados por tantos males, se han de transformar en los predilectos de quienes ejercemos el ministerio sacerdotal.
Para que esto pueda ser realidad en el mundo de hoy, consciente de las limitaciones y pecados de los pastores, es que pedía el papa a los fieles: “recen por sus sacerdotes”.
Queridos hermanos, en esta noche santa, Jesús nos deja estos tres regalos: el sacramento del Orden Sagrado que se ordena a la Eucaristía, el sacramento del Cuerpo y de la Sangre del Señor que nos une más estrechamente a Jesús y a los demás creyentes, y el mandato de lavarnos mutuamente los pies como servidores que siguen el ejemplo del Señor, continuado por el pastoreo del Orden y por la renovación constante del sacrifico redentor de la Cruz y resurrección.
Pidamos con confianza se nos otorgue la gracia de vivir siempre el que “no he venido a ser servido, sino a servir”.


Padre Ricardo B. Mazza. Cura párroco de la parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la Vera Cruz. Argentina. Homilía en el Jueves Santo. 28 de marzo de 2013. ribamazza@gmail.com; http://ricardomazza.blogspot.com









 

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