1 de noviembre de 2013

“El Señor escucha la súplica del humilde ya que su plegaria llega hasta lo alto, aceptando el culto agradable que le ofrece”.




El texto del evangelio (Lc. 18,  9-14) nos da la oportunidad para sentirnos interpelados nosotros mismos considerando cómo nos vemos reflejados en estas dos figuras que están delante del Señor para orar, cada uno pensando en la mejor manera para hacerlo.
El fariseo, que se considera representante del pueblo y defensor de los mandamientos, comienza a declamar ante Dios dando gracias por su personal grandeza, no por la del Creador, como si Dios tuviera que contemplarlo y agradecerle por ser quien es. 

Es muy probable que en efecto viviera exteriormente lo que la ley de Dios le pedía, pero sin que esto llegara a tocar profundamente su corazón ya que se levanta enseguida por encima de los demás, se considera que no es como los otros, adúlteros, mentirosos, ladrones e injustos, y mucho menos como ese publicano. 
Por tanto, el fariseo se constituye a sí mismo en justo,  agradable a Dios, sin necesitar  ser justificado por Él, ya que es suficiente su propio juicio. 
Por el otro lado, el publicano considerado pecador por todos, no se anima a levantar su mirada del suelo, y teniendo conciencia plena de su pecado gime diciendo “Dios mío ten piedad de mí que soy un pecador”. No se pone a considerar si los demás son pecadores o no, si son peores o no, sino que su mirada, con la ayuda de la gracia de Dios, penetra su interior, descubre su lejanía de Dios, su pecado.
El fariseo está bloqueado en su aparente perfección, incapaz de salir de sí mismo, ya que si lo pudiera hacer y compararse con la santidad de Dios, tendría la oportunidad de llegar a  conocer su estado de hombre pecador.
El texto bíblico concluye que es el publicano quien sale del templo justificado, porque Dios no sólo lo perdona sino que lo hace justo, digno de seguir encontrándose con el autor de la gracia.
En nuestra vida muchas veces se dan estos dos aspectos, ya que por un lado prima la actitud del fariseo y nos consideramos perfectos, despreciamos a los demás, nos comparamos con otros y razonamos que nos somos tan malos. Llegamos incluso a pensar que vivimos a fondo lo que la Iglesia enseña aunque matizando las exigencias conforme al  criterio personal, y exigiendo al mismo tiempo a los demás lo que no vivimos. Por otra parte no pocas veces el Señor nos da la lucidez necesaria para descubrir nuestro pecado y la fuerza para poder suplicar “ten piedad de mí”, dándose allí la posibilidad de redimirnos, siempre que no caigamos de nuevo en la actitud del fariseo.
Una manera de vencer esto es pensar que siempre podemos aprender algo de los demás, aún de aquellos que son considerados pecadores, y también somos enseñados con lo que nos dice la Palabra de Dios si tenemos apertura de corazón y docilidad  para  custodiarla y vivirla cada día.
El fariseo piensa que tiene toda la verdad, nosotros podemos pensar lo mismo, sin caer en la cuenta que  aún estando objetivamente con Cristo, estamos siempre en camino hacia la verdad plena en la Vida eterna, lo que san Pablo llama la corona de justicia.
En este sentido la figura de san Pablo (2 Tim. 4, 6-8.16-18) nos puede iluminar en relación con la vida futura porque el apóstol comenzó este proceso de adhesión a Cristo convirtiéndose del pecado, reconociendo que era perseguidor de los cristianos y que la misericordia de Dios  pudo más que su pecado y le permitió comenzar una vida nueva como apóstol de Jesucristo, enviado a los paganos que no provenían del judaísmo para llevarles el mensaje de salvación. 
Pablo, a las puertas de la muerte, como lo señala el texto bíblico que hemos proclamado, y utilizando un lenguaje propio de las justas deportivas afirma que ha “peleado hasta el fin el buen combate” concluyendo así su carrera conservando la fe, y preparada está para él “la corona de justicia”, la de la vida eterna, no la de laurel como en el deporte que se marchita y nada queda.
Y ¿cuál fue el combate  que tuvo el apóstol? Proclamar constantemente la Palabra del Señor, que le fue entregada, y que conservó impecable sin tergiversación alguna, hasta el fin de sus días, por la que sufrió persecución y desprecios, de tal modo que afirmara “no busco agradar a los hombres sino a Dios que escruta los corazones” (Gál. 1, 10).
Para llegar a su Señor es necesario que sea derramado “como una libación”, expresión cultual que refiere a su preparación para el sacrificio por la causa de Cristo, del cual está consciente y por cierto no reniega, ni suplica liberarse, asimilándose a Cristo Nuestro Señor, ya que con  alegría espera alcanzar la meta hacia la cual se ha dirigido con amor para recibir la corona de justicia “que el Señor, como justo Juez, me dará en ese día, y no solamente a mí, sino a todos los que hayan aguardado con amor su manifestación”.
Al igual que Cristo, Pablo tuvo que sufrir el ser juzgado por el tribunal humano y, abandonado por todos –no guarda rencor por ello-, defenderse a sí mismo, fortalecido con la seguridad de que el Señor lo libraría de todo mal y lo preservaría hasta entrar en el Reino Celestial.
San Pablo está por encima incluso de quienes lo abandonaron, sin considerarse mejor que ellos, dejando todo bajo el juicio de Dios, el cual como dice el Eclesiástico (35,12-14.16-18) “escucha la súplica del oprimido”, ya que “el que rinde el culto que agrada al Señor, es aceptado, y su plegaria llega hasta las nubes”.
Ciertamente se aplica al apóstol, al publicano de la parábola y a todo quien humildemente implora la ayuda del Creador lo que atestigua el libro del eclesiástico: “La súplica del humilde atraviesa las nubes y mientras no llega a su destino, él no se consuela: no desiste hasta que el Altísimo interviene, para juzgar a los justos y hacerles justicia”.
Pidamos a Jesús nos otorgue su gracia para que reconociendo nuestros pecados, y sin considerarnos nunca mejores que otros –porque sólo Dios conoce los corazones-, podamos a pesar de nuestras debilidades, llevar a término hasta la meta final el combate por la fe, siguiendo los pasos ejemplares del apóstol san Pablo.





Padre Ricardo B. Mazza. Cura párroco de la parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la Vera Cruz. Argentina. Homilía en la Misa del domingo XXX del tiempo Ordinario. Ciclo “C”. 27 de octubre de 2013. ribamazza@gmail.com; http://ricardomazza.blogspot.com





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