16 de noviembre de 2013

“No es el Señor un Dios de muertos, sino de vivientes, por eso, todos hemos de vivir en Él y para Él”.


Cercanos ya a la finalización del Año litúrgico, los textos bíblicos proclamados nos hablan de la resurrección de los muertos, verdad ésta que forma parte de la  Escatología Cristiana que estudia, además, el destino final del hombre y del mundo, el juicio final, y el retorno de Cristo.
La resurrección del hombre tiene su fundamento en la de Cristo, que es garantía de la nuestra, ya que “si Cristo no hubiera resucitado vana es nuestra fe” (I Cor. 15,12-14.20).
En relación con esta verdad, Jesús en el evangelio (Lc. 20,27-38) afirma que Dios “no es un Dios de muertos, sino de vivientes; todos, en efecto, viven para Él”. La muerte temporal conduce a la separación del cuerpo y del alma, continuando ésta como “separada” en el estado de salvación o condenación, conforme hayamos vivido en amistad o no con el Creador, perpetuándose hasta el fin de los tiempos, después de recobrarse la unidad personal del hombre por la resurrección de los cuerpos.
La fe en la resurrección final permite dar sentido a nuestra existencia terrena que se orienta al futuro cumplimiento de lo que esperamos, ya que si después de la muerte todo concluye, no sólo no es el Señor “Dios de vivientes”, sino que la vida en este mundo sería  “una pasión inútil”, ya que  “No hay ningún ser necesario que pueda explicar la existencia” (Sartre). 
Ya  san Pablo, afirma que si no hay resurrección, -citando a Epicuro-, “Comamos y bebamos que mañana moriremos” (1Cor, 15, 32), si bien  sabemos que aún sin esperanza en lo eterno, no podemos callar la orientación humana indeleble hacia la plenitud que no hallamos aquí.
La fe en la resurrección nos lleva, en cambio, a buscar la unión con Cristo resucitado que nos promete una nueva existencia ya desde lo temporal.
Precisamente san Pablo escribiendo a los cristianos de Tesalónica (2Tes. 2, 16-3,5),  los anima a continuar en el camino de la fidelidad al nombre de Cristo, diciéndoles que el Padre los “amó y les dio gratuitamente un consuelo eterno y una feliz esperanza” y, que esta certeza de la vida futura, ha de servir para confortarlos en medio de las dificultades y fortalecerlos en las persecuciones soportadas por la fe, ya que  “el Señor es fiel”. 
Y sigue el apóstol, cierto de la vida futura, asegurando a los tesalonicenses la protección divina ante la acción del maligno, lo que los llevará a cumplir las disposiciones que les ha dejado en orden a la santidad de vida.
Ahora bien, el exhortar san Pablo a obrar el bien, sólo tiene sentido si se cree en la vida futura como resucitados, y se perfecciona, si Dios así lo quiere, en el testimonio del martirio. 
El mártir es capaz de entregar su vida antes de traicionar a su Dios, como lo hicieron los siete hermanos macabeos con su madre, tal como escuchamos en la primera lectura (2 Mac. 6,1; 7,1-2.9-14).
El texto proclamado nos presenta la sala de tortura en la que Antíoco IV Epífanes pretende obligar a estos hermanos judíos a renunciar a la ley de Dios y someterse a las costumbres paganas. Los jóvenes con la certeza firme en la resurrección final, para la vida, rechazan las amenazas y soportan todo género de torturas por agradar a su Creador, augurando la resurrección para la muerte a sus propios verdugos.
Este martirio se concreta en medio de la rebelión por parte de numerosos judíos que no aceptan la pretensión de Antíoco de cambiar la cultura de los judíos por las costumbres paganas del mundo griego, como modo de vulnerar la identidad del pueblo, destruyendo el culto al Dios verdadero.
Esta táctica de pretender cambiar la fisonomía de un pueblo creyente se mantiene lamentablemente en nuestros días, incluso en nuestra Patria, aunque ya no por medios violentos, que provocan el rechazo consecuente, sino sutilmente, imponiendo como en nuestro caso, la destrucción del matrimonio y de la familia, e introduciendo modos de vida incompatibles con nuestra matriz cristiana. De allí la importancia de saber descubrir esta situación para que no sigamos adormecidos dejando que se nos imponga un cambio cultural que ya está dejando sus efectos destructivos e hipotecando nuestro futuro como creyentes y ciudadanos. No hay peor enemigo para la fe que acostumbrarnos a todo lo “nuevo” que viene, e ir perdiendo toda capacidad de reacción que defienda lo que refiere a nuestra propia identidad desde que somos Nación.
Así, hostigados constantemente y sin pausa por todo lo que diluye el evangelio, nos arriesgamos a ir aceptando todo lo “novedoso” como bueno y digno, máxime si se lo presenta como más acorde con la vida actual, llegando a pensar con la mentalidad de los saduceos que cuestionan a Jesús. 
En efecto, los saduceos del texto evangélico de hoy, al  no creer en la resurrección  futura asientan su vida toda en la existencia terrenal. Sólo les interesa el poder y lograr lo que la codicia les ofrece, acumular dinero, bienestar máximo para ellos, sus hijos y descendientes, alcanzar el “bronce” de la fama y el honor en este mundo sin esperanza de alcanzar un futuro eterno en el que no creen, concluyendo todo con la muerte física.
En nuestros días, vaciados de toda aspiración a lo eterno, son muchos, incluso católicos, para quienes la vida en este mundo sólo tiene como objetivo el disfrute  de las cosas, el alcance del poder y la riqueza a todo precio, tratando de ahogar el llamado del propio ser humano hacia el encuentro con Dios.
De allí la necesidad de afirmarnos más y más sobre la fe en la resurrección futura, y que ésta ilumine realmente nuestro obrar cotidiano de manera que caminemos por este mundo con la convicción de alcanzar la vida futura en la que veremos a Dios cara a cara.
Jesús nos alienta a buscar este fin último de nuestra vida afirmando que después de la muerte seremos como ángeles, sin pertenecer a nadie sino sólo a Dios, a quien adoraremos y contemplaremos en la felicidad eterna, si hemos sido fieles suyos aún incluso entregando nuestra vida si fuera por Él concedido y reclamado como respuesta generosa de nuestro amor.
Hermanos: Fortalecidos por la Eucaristía que estamos celebrando, anticipo de nuestra resurrección, pidamos al Señor que nos ilumine para que sin descuidar nuestra misión en este mundo, obremos siempre con la actitud propia del que sabe que no tiene morada permanente en lo terrenal, sino en la vida con Él.





   Padre Ricardo B. Mazza. Cura párroco de la parroquia “San 

   Juan Bautista”, en Santa Fe de la Vera Cruz. Argentina. Homilía
   en la Misa del domingo XXXII del tiempo Ordinario. Ciclo “C”. 
  10 de noviembre de 2013. 
   ribamazza@gmail.com; http://ricardomazza.blogspot.com



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