10 de enero de 2014

“Él nos predestinó a ser sus hijos adoptivos por medio de Jesucristo, conforme al beneplácito de su voluntad”.

En este tiempo de navidad hemos escuchado a los evangelistas Lucas y Mateo que nos referían todo lo relacionado a Jesús desde la Encarnación hasta la niñez inclusive.
El cumplimiento de las profecías del Antiguo Testamento, la adoración de los pastores, y la huida a Egipto después de la adoración de los sabios de Oriente y el posterior retorno, nos permitieron descubrir al Cristo histórico que se nos presentaba como verdadero hombre.
En este domingo segundo de Navidad, el apóstol san Juan eleva nuestra mirada y pensamiento para contemplarlo en su divinidad, en la preexistencia eterna junto al Padre. Es el mismo Hijo de Dios que se hace hombre e ingresa en nuestra historia humana para hacernos hijos adoptivos del Padre.
En esta verdad fundamental de nuestra fe, en la humanidad y divinidad unidas a la Persona del Verbo, se descubre, ilumina y profundiza, como afirmara el beato Juan Pablo II en la encíclica “Redemptor hominis” (El Redentor del  hombre) el misterio del mismo hombre. 
Es decir, descubrimos por medio de Cristo, nuestra dignidad y la vocación por la que somos llamados a participar de la vida divina y conocemos cuál ha de ser el camino que nos conduce a la amistad con Dios.
El libro del Eclesiástico (24, 1-2.8-12) anuncia que la Sabiduría “hace el elogio de sí misma y se gloría en medio de su pueblo”, y que el Creador la hizo instalar en Jacob fijando su herencia en Israel, en clara alusión al Hijo de Dios, que echa raíces “en un Pueblo glorioso, en la porción del Señor, en su herencia”, al entrar en la historia humana por medio de la Encarnación.
En el texto del evangelio, san Juan (1, 1-5.9-14) se refiere al Hijo de Dios como la Palabra o el Verbo, significando que es engendrado por el Padre.
En efecto, así como el hombre convierte su pensamiento en palabra, engendrándola en su interior para manifestarla, dando a conocer así su intimidad, el Hijo o Palabra del Padre, es engendrado eternamente, se manifiesta preexistente junto al mismo, haciéndose presente en la historia humana al asumir la naturaleza humana en el seno de María Virgen.
A esta verdad se refiere el apóstol san Juan (1, 1-18) cuando dice “al principio existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios y la palabra era Dios”; y su presencia en la creación del mundo y del hombre, como lo destaca el libro del génesis, queda en evidencia al recordar que “Todas las cosas fueron hechas por medio de la Palabra y sin ella no se hizo nada de todo lo que existe”,y más aún, “la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros”.
En el misterio de la Encarnación del Hijo de Dios y su ingreso en el tiempo e historia humana, descubrimos, pues, la grandeza del hombre mismo, ya que al hacerse hombre, Dios manifiesta la dignidad a la que fue elevada la naturaleza humana, haciéndola partícipe de la divinidad misma.
Con el misterio de la Encarnación y del nacimiento de Jesús, el ser humano ya no es el mismo, no sólo porque se le abre el camino de la salvación al ser rescatado del pecado por el misterio de la cruz y resurrección del Señor, sino porque la carne humana se ha divinizado.
Se realiza así en plenitud lo que enseña san Pablo (Ef. 1, 3-6.15-18) ya que “nos ha elegido en Él, antes de la creación del mundo” y “Él nos predestinó a ser sus hijos adoptivos por medio de Jesucristo, conforme al beneplácito de su voluntad”.
El tiempo de Navidad que estamos celebrando por lo tanto, no sólo nos permite descubrir el amor del Padre presente en su Hijo hecho hombre, sino que al mismo tiempo resulta ser la prueba de que el Padre, como afirma san Pablo, “nos ha bendecido en Cristo con toda clase de bienes espirituales en el cielo”, con una misión concreta propia de los hijos de Dios, la de ser “santos e irreprochables en su presencia por el amor”.
San Juan completa la enseñanza de Pablo al decirnos que la filiación divina requiere la aceptación por la fe del Hijo de Dios, y esto porque “vino a los suyos, y los suyos no la recibieron. Pero a todos los que la recibieron, a los que creen en su Nombre, les dio el poder de llegar a ser hijos de Dios. Ellos no nacieron de la sangre, ni por obra de la carne, ni de la voluntad del hombre, sino que fueron engendrados por Dios”.
Viviendo en el mundo como hijos de Dios, “santos e irreprochables en su presencia por el amor”, mostramos al mundo la gloria de Dios que se irradia en medio de su obra más perfecta que es el mismo hombre, porque “de su plenitud, todos nosotros hemos participado y hemos recibido gracia sobre gracia” ya que “la gracia y la verdad nos han llegado por Jesucristo”.
Es verdad que nosotros experimentamos las consecuencias del pecado de los orígenes, aunque hayamos sido redimidos por Cristo, razón por la que nos sentimos débiles y atraídos por las obras del maligno, pero también es verdad que el designio de Dios sobre nosotros no cambia a pesar de nuestros pecados, y siempre es posible retornar y encontrarnos con Aquél que “nos predestinó a ser sus hijos adoptivos por medio de Jesucristo, conforme al beneplácito de su voluntad”.
Queridos hermanos: el misterio de la Navidad que celebramos nos debe impulsar siempre a buscar la intimidad con Dios para la que fuimos creados y elegidos, que será cada vez más profunda en la medida que entremos en comunión con Él por medio del conocimiento que nos da la fe y se perfecciona con el amor. 
La experiencia que tenemos de esta vivencia amical en el plano humano cuando nos unimos cada vez más a alguien por medio del conocimiento y del amor, nos debe alentar a buscar lo mismo en relación con Jesús, con la diferencia que mientras muchas veces nos desengañamos de alguien o nos sentimos traicionados, con Cristo tenemos la certeza de su fidelidad a la palabra y dones que nos entrega, a pesar de nuestras falta de correspondencia, no pocas veces en la vida, al amor recibido.
Es por eso, que sin temor a ser engañados o no ser escuchados, como a veces sucede en el trato humano, hemos de acercarnos a Jesús, abriéndole nuestro corazón, mostrarle nuestras miserias y nuestras virtudes, para que Él nos afirme en el bien y nos ayude a desechar lo malo, decirle a Jesús que a pesar de nuestras debilidades e infidelidades, queremos ser santos como lo propio de los hijos de Dios, y estemos seguros que nos responderá con comprensión –ya que asumió nuestra naturaleza, menos el pecado-, mostrándonos el camino de la perfección cristiana.

Padre Ricardo B. Mazza. Párroco de la parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la Vera Cruz, Argentina. Homilía en el segundo domingo de Navidad. 05 de enero   de 2014.-http://ricardomazza.blogspot.com; ribamazza@gmail.com.- 






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