17 de enero de 2014

"Por el bautismo, descubramos la dignidad de hijos adoptivos del Padre, que se nos ha dado por el Hijo en el espíritu Santo".

En el tiempo litúrgico de Navidad que hoy concluimos, hemos vivido distintos momentos en los que asistimos a la Epifanía de Jesús, es decir, su manifestación como Hijo de Dios en carne humana.
En el día de su nacimiento para el mundo, se muestra al pueblo elegido en la persona de los pastores sencillos que con docilidad ven realizadas las promesas mesiánicas en el Niño recién nacido y que rebosantes de alegría van a adorarlo y a hacer conocer las maravillas que se dicen de Él. Luego serán los sabios de Oriente, que representan a los extranjeros, a los paganos, los que recibirán el anuncio de salvación para todos los pueblos de la tierra y que se postran ante el recién nacido ofreciendo sus dones reconociéndolo como hombre, como rey y como Dios. En las bodas de Caná, el primero de los milagros, Jesús se muestra como el Hijo de Dios revestido de poder para convertir el agua de nuestra nada en el vino de la gracia salvadora.
En este domingo, al celebrar su bautismo, nos encontramos más bien con una teofanía o manifestación de Dios como Padre, Hijo y Espíritu Santo. 
El Hijo hecho hombre que recibe el bautismo, ve descender el Espíritu sobre su persona como signo de su consagración y envío a transmitir a toda persona de buena voluntad, el misterio de Dios escondido desde toda la eternidad, mientras se escucha el testimonio del Padre que afirma acerca del bautizado, “Éste es mi Hijo muy querido, en quien tengo puesta toda mi predilección” (Mateo 3, 13-17), escúchenlo como Enviado. 
El bautismo marcará el momento en que comienza  su misión entre nosotros, manifestándose en plenitud como lo anuncia el profeta Isaías (42, 1-4.6-7) quien describe la misión del Mesías como el que viene a traer el derecho y la justicia, la paz y todo lo que contribuye al bien de la persona humana. Si el derecho y la justicia no rigen el mundo en la actualidad no se debe a que Dios se haya olvidado de nosotros o no cumpla con su Palabra, sino al pecado del mismo hombre que es incapaz de continuar en la historia humana con las enseñanzas del evangelio, distorsionando muchas veces lo que la Providencia de Dios ha dispuesto para todos.
Jesús viene a salvarnos, a rescatarnos del pecado y conducirnos a la vida nueva de la gracia que recibimos desde el sacrificio de la Cruz, pero necesita de nuestra respuesta para que sea realidad una existencia nueva.
Jesús viene a reavivar la mecha que arde débilmente nos dice Isaías, es decir, darnos nuevas posibilidades en medio de nuestras miserias para dejarnos iluminar por el don de la fe que transforma la vida del creyente; viene a levantar al caído y fortalecer al débil; a hacerse presente entre nosotros para consolar a su pueblo, tantas veces desalentado y sin rumbo.
En el Jordán contemplamos a Jesús que es bautizado por Juan el Bautista, no porque necesitara ser purificado, -que por otra parte no era sacramento sino bautismo de conversión-, sino para anticipar el verdadero bautismo que instituirá, el del agua y del Espíritu, que borrando los pecados nos hace hijos adoptivos del Padre. Al respecto, recuerda san Máximo de Turín, que Jesús viene a purificar las aguas para que éstas tengan el poder de sanear el interior del hombre, transformándolo.
En el bautismo del Señor se hace realidad nuestro propio bautismo, adelantándose en promesa la vida nueva que se nos ofrece abundantemente.
Esto nos debe conducir a descubrir la dignidad a la que somos elevados por el bautismo para agradecer el don que con abundancia se derramó en nuestros corazones y comprometernos a responder con la misma generosidad ante todo lo que se nos ha dado en plenitud.
Se nos otorga hoy la oportunidad para reflexionar sobre nuestra vida de bautizados, condición que como dice el Papa Francisco nos distingue de quienes no han recibido este don de lo alto, y nos compromete a tomar la decisión firme y constante de vivir como tales, en medio de las tentaciones y atractivos de este mundo que con frecuencia pretenden apartarnos de la vida nueva que el  Señor en su bondad nos ha concedido. 
Se nos interpela hoy a  recorrer nuestra vida desde que tenemos conciencia, para considerar cómo hemos vivido el don del bautismo y comprender que, a pesar de nuestras infidelidades, el Padre siempre ha tenido una mirada de complacencia con nosotros, ya que nos ha mirado en su Hijo, esperando con paciencia que retornemos a su Casa, toda vez que nos hemos alejado.
El Señor Dios espera mucho de nosotros, que sepamos cantar gozosamente las maravillas que se nos han concedido, que respondamos siempre a tanto amor por medio de nuestras palabras y obras, con nuestras costumbres, con una forma de vivir en la sociedad que nos destaque como consagrados a Dios por el sacramento del bautismo. Hasta en la forma de vestir hemos de manifestar que somos templos del Espíritu Santo, procurando realizar siempre el bien, siendo testimonio de que lo más importante para nuestro diario existir es siempre la amistad con Cristo y el servicio a los hermanos que como nosotros tienen el mismo Padre.
Esta alegría  de ser bautizados hemos de proclamarla en todo momento, de manera que podamos atraer a muchos alejados al encuentro con Cristo, después de haberlos convencido que no hay mayor bien que la amistad con el Salvador.
Es verdad que no es fácil dar testimonio siempre de bautizados en medio de la familia, del trabajo, con los amigos, en los negocios  e insertos en una sociedad cada vez más incrédula, pero contamos siempre con la fuerza de Dios para mantenernos fieles en medio de las burlas, persecuciones e indiferencia de muchos que han preferido seguir al mundo antes que a su Maestro. Es allí, en un mundo hostil, donde debemos llevar la fuerza del evangelio, manifestando la alegría colmada de nuestra realidad de hijos adoptivos del Padre.
No tengamos miedo a los desprecios recibidos o que recibiremos a causa del evangelio, o cuando se piense que estamos “alejados de la realidad” al presentar el evangelio en toda su pureza, ni nos sintamos tentados a dejar el ideal de vida para evitar esos rechazos, sino acordémonos en esos momentos de san Pablo que para nuestro consuelo dice “no busco agradar a los hombres sino a Dios que escudriña los corazones” (1 Tes. 2, 4).
¡Qué estimulante sería para nuestro testimonio de vida y proclamación del evangelio si viviéramos esta consigna de buscar siempre agradar a Dios! Todos hemos tenido la tentación de aguar el evangelio o de presentar la persona de Cristo como si fuera un gran hombre pero que no tiene peso alguno en nosotros, y esto porque buscamos salvar el propio pellejo de los desprecios que nos acechan a costa de licuar el evangelio de Jesucristo.
Nos debe quedar claro que no pocas veces el agradar a Dios lleva consigo el desagrado y rechazo de la gente, como lo experimentó el mismo Cristo cuando los escribas y fariseos se sentían tocados por sus enseñanzas y rechinaban los dientes de odio contra el Maestro, buscando alguna oportunidad para matarlo, lejos de la presencia de la gente sencilla que lo escuchaba con asombro y benevolencia.
Para poseer este estilo de vida, hemos de recordar que no estamos llamados a la amistad eterna con los hombres, sino  con Dios nuestro Padre y Creador que nos redimió por su Hijo en el Espíritu Santo.
Imploremos en esta Eucaristía  en la que recibiremos a Jesús, -si estamos preparados-, que este encuentro temporal con Él, sea un remedio contra nuestras debilidades y un anticipo de la eternidad que se nos promete. 


Padre Ricardo B. Mazza. Párroco de la parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la Vera Cruz, Argentina. Homilía en la Fiesta del Bautismo del Señor. Ciclo A. 12 de enero   de 2014.-http://ricardomazza.blogspot.com; ribamazza@gmail.com.- 


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