4 de marzo de 2014

“No se puede servir a Dios y al dinero”, por eso, “Felices los que tienen alma de pobres, porque a ellos les pertenece el reino de los Cielos”.

Vivimos en una sociedad e inmersos en una cultura que nos conduce al desasosiego permanente, donde no encontramos tranquilidad y mucho menos la paz interior que buscamos.
No se trata de la inquietud que existe en el corazón del creyente que busca descansar en Dios de la que habla san Agustín.
Es una inquietud que proviene porque no pensamos demasiado, tal vez, en Dios nuestro Señor, ya que nuestra mirada está puesta con frecuencia en las cosas que acontecen, lo pasajero de este mundo, y no en quien nos da esa seguridad y firmeza en nuestra vida, el Dios de la Creación y Redención humana.
¡Ojalá pudiéramos decir con el salmista lo que cantábamos en el salmo interleccional “Sólo en Dios descansa mi alma” (Ps. 61, 2-3.6-9)! , ya que es el descanso asegurado en medio del transitar por este mundo tan inquieto e inseguro no sólo del presente, sino también   del futuro de nuestras vidas.
De allí que quien vive en el desasosiego y no descansa en el Señor, puede verse tentado a exclamar como los judíos de antaño y, que recuerda el profeta Isaías, “El Señor me abandonó, mi Señor se ha olvidado de mí” (49, 14-15), recibiendo tanto ellos como nosotros, la respuesta de amor de quien está siempre atento a nuestras preocupaciones, “¿Se olvida una madre de su criatura, no se compadece del hijo de sus entrañas? ¡Pero aunque ella se olvide, yo no te olvidaré!”.
La Providencia de Dios que es mayor que la de una madre, nos asiste siempre y nos guía hacia Él mismo para alcanzar la plenitud en la felicidad plena, que no logramos cuando sólo estamos atentos por lo pasajero. 
Más aún, aunque transitemos por la vida en medio del sufrimiento y del dolor, percibimos su sentido salvífico si nos apoyamos en el Salvador recordando que nos redimió por la Cruz, asimilándonos a ella. 
El Dios providente que no se olvida de nosotros, nos convoca hoy a confiar en la abundancia de sus dones y en el auxilio de su gracia, sin caer en la trampa de pensar que las seguridades las tendremos no en Él sino en el dinero y los poderes de este mundo.
El capítulo cinco de san Mateo (vers. 1-12) refiere que Jesús subió a la montaña y comenzó a enseñar a los presentes  en qué consiste la perfección evangélica por medio de las bienaventuranzas, texto que corresponde al IV domingo del tiempo Ordinario que este año no se proclamó por coincidir con la Fiesta de la Presentación del Señor (02 de febrero). 
Por lo tanto, los textos evangélicos proclamados en los domingos siguientes, como el que escuchamos hoy, guardan relación con el sermón de la montaña, y hasta explicitan esa enseñanza.
Precisamente una de las bienaventuranzas enseñadas por el Señor, afirma “Felices los que tienen alma de pobres, porque a ellos les pertenece el reino de los Cielos” y, que Jesús perfecciona al decirnos hoy, “Nadie puede servir a dos señores, porque aborrecerá a uno y amará al otro, o bien, se interesará por el primero y menospreciará al segundo. No se puede servir a Dios y al dinero” (Mt. 6, 24-34).



El Señor nos habla de algo bastante común en el ser humano cuando no descansa en Dios, y  busca apoyarse en sustitutos a los que rinde culto de adoración, entre los que se destaca el deseo por poseer riquezas y conservarlas utilizando cualquier medio, incluso perjudicando por la injusticia a mucha gente que queda al costado del camino del avariento. Advertimos con frecuencia que en la sociedad está presente el criterio de que “todo vale” con tal de acumular riquezas. Incluso se utiliza el poder que se detenta en los distintos ámbitos de la sociedad para aumentar ganancias, aunque esto implique sumir en la miseria más cruel a ingente cantidad de personas. Más aún, con la instalación de la cultura de la vagancia, a menudo se come el pan sin trabajar, y no se busca contribuir al bien común de los ciudadanos.
El texto del evangelio no se refiere a quien honestamente trabaja para llevar el sustento a su familia y que incluso procura lícitamente mejorar su condición social, sino al que vive sólo para obtener y acumular riquezas, muchas veces mal habidas, confiando que el dinero es el medio de su salvación personal y  cerrando su corazón a Dios, a las necesidades del prójimo, incluyendo a su propia familia.
¡Cuántas veces hay hasta cierto placer pensando en las abundantes cuentas bancarias que se poseen, o en las ganancias que se pretenden alcanzar por medios turbios! ¡Cuántas veces el dios dinero y la avaricia llevan a la ostentación y el derroche de fortunas como medio para conseguir estima en la sociedad! ¡Cuántos por avaricia dilapidan su dinero en el juego, mientras niegan la ayuda necesaria incluso a quienes están cerca de él!
En la antigüedad, en ciertos pueblos paganos –incluso, en una época, hasta entre los judíos-, se rendía culto al dios Moloc, a  quien se le ofrecían sacrificios humanos, especialmente de niños inocentes, para obtener favores. Pues bien, al dios del dinero llamado Mammón –riqueza-, también lamentablemente a semejanza de Moloc se le ofrecen el sacrificio humano de los despojados por las injusticias. 
Pero en el sermón de la montaña Jesús también nos dice “Felices los que tienen el corazón puro, porque verán a Dios”, bienaventuranza a la cual se opone abiertamente en nuestros días, la divinización del placer sexual. 
Al presente se ha llegado a universalizar, -incluso entre los creyentes-, no el uso ordenado de la sexualidad en el marco del amor matrimonial, según la naturaleza y las enseñanzas bíblicas y del magisterio de la Iglesia, sino que habitualmente se lo toma como una mercancía más que se usa y se tira, donde prima la búsqueda de lo que cada uno quiere como placentero.
El auge de la pornografía que hiere profundamente la mente y el espíritu, la promoción publicitada de todo lo que degrada a la persona humana, incluyendo la droga y la violencia, tiene también como causa el culto al dios “dinero” que subyuga cada vez más a los hijos del Dios verdadero.
Este culto al dios sexo llega como el del dinero, a obnubilar de tal modo a las personas, que se clausuran a sí mismas en el egoísmo, que sólo contemplan el propio bienestar, sin poder descubrir la belleza del verdadero amor humano, prolongación entre nosotros del amor divino. 
La Palabra de Dios nos convoca a dirigir una vez más nuestros pasos hacia Él,  respondiendo a la condición de seres libres que sólo buscan agradarle, aún en medio de las limitaciones humanas que nos son propias. 
Hemos de librarnos de la falsa concepción de “libertad” que se nos quiere imponer cada día, haciéndonos ilusionar que poseemos poderes ilimitados para realizar siempre según nuestros antojos, cuando en verdad corremos el riesgo de convertirnos en esclavos de nuestras pasiones y miserias.
Jesús nos dice hoy “busquen primero el reino de Dios y su justicia y todo lo demás se les dará por añadidura”, mandato que nos ha de llevar a hacerlo presente no sólo en nuestra vida sino en la sociedad toda, proclamando con la palabra y el ejemplo que hemos elegido servir a Dios y desde esta decisión orientar todo nuestros pensamientos y obras.
Si así vivimos, se realizará lo dicho por san Pablo (I Cor. 9,1-5) “cada uno recibirá de Dios la alabanza que le corresponda”.



Padre Ricardo B. Mazza. Párroco de la parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la Vera Cruz,  Argentina. Homilía en el VIII domingo durante el año, ciclo “A”. 02 de marzo de 2014.-http://ricardomazza.blogspot.com; ribamazza@gmail.com.- 


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