9 de mayo de 2014

“Se nos abren los ojos de la fe en Cristo, la esperanza de la vida futura y el amor a Dios y a los hermanos, por medio de la Eucaristía”.



El tiempo pascual está marcado por la profunda alegría que nace de la resurrección de Jesús, quien con sus múltiples apariciones,  ya a las mujeres o a los apóstoles, inaugura la misión que a todos encomendara de llevar al mundo conocido el mensaje de la salvación del hombre.

Esta alegría marca toda la existencia humana orientándose a la alegría eterna, tal como pedíamos en la oración primera de esta misa: “que tu pueblo se alegre siempre por la nueva vida recibida, para que con el gozo de los hijos, aguarde con firme esperanza el día de la resurrección final”.  
Con esta mirada colmada de esperanza por la acción salvadora del resucitado, nos encontramos con Jesús que acompaña en su camino a Emaus a estos dos discípulos, entristecidos sus corazones porque habían esperado que Jesús librara a Israel, visión mundana acerca de la misión del Mesías que les impedía reconocerlo (Lucas 24, 13-35). De la misma manera acontece también con nosotros en la vida cotidiana, cuando esperamos del Señor lo que no es propio de Él concederlo y  por lo tanto no lo percibimos en la cotidianeidad de la vida humana. 
Con paciencia les explica las Escrituras, señalando que los acontecimientos vividos en esos días  no son más que  la realización plena de todo lo que se había anunciado desde antiguo, y les reprocha  suavemente su incredulidad afirmando “¡Hombres duros de entendimiento, cómo les cuesta creer todo lo que anunciaron los profetas! ¿No era necesario que el Mesías soportara esos sufrimientos para entrar en su gloria?”
Esta falta de fe, en realidad, se hizo presente al principio cuando las mujeres piensan que se han robado el cuerpo del Señor, posteriormente cuando Jesús se les presenta llevan la noticia a los apóstoles, quienes  no creen fácilmente en el testimonio de ellas, y el mismo Tomás se mantuvo incrédulo  a pesar del testimonio de los otros apóstoles que vieron al Señor.
La fe, por tanto, se hace necesaria para aceptar la resurrección de Jesús y para difundir el mensaje salvador de la misma a  todos los hombres de buena voluntad.
El apóstol Pedro (I Pt. 1, 17-21) nos recuerda que hemos sido rescatados de la vana conducta heredada de nuestros padres no con bienes efímeros como el oro o la plata, sino por la sangre de Cristo, el cual fue elegido para salvarnos por el misterio de la cruz y resurrección. Este misterio de amor por el que fuimos salvados nos conduce directamente al Padre de las misericordias, en quien creemos, y a quien esperamos contemplar cara a cara al fin de los tiempos.
La nueva vida recibida en la Pascua debe ser acrecentada por medio de la fidelidad a Jesús que camina a nuestro lado a lo largo de nuestra existencia terrenal, aunque muchas veces no lo reconozcamos con los ojos de la fe.
Así sucedió con los dos discípulos, quienes al llegar a destino, le dicen a Jesús “Quédate con nosotros, porque ya es tarde y el día se acaba”. 
Se trata de una súplica que brota de lo más profundo del corazón humano, de todo corazón humano, representados por estos dos discípulos. 
“No te vayas Señor, no nos dejes solos, el día se acaba, ya anochece, nuestra vida se oscurece si no estás  Tú” -parecieran repetir tantas voces a lo largo y ancho del mundo, conscientes de la oscuridad  interior sin Cristo.
Jesús sigue adelante con su manifestación paulatina y sentándose a la mesa, bendice el pan, lo parte, es decir realiza la fracción del pan y se los entrega, y es allí cuando se les abren los ojos a ambos y lo reconocen.
Esta afirmación está cargada de sentido ya que habla de la Eucaristía, celebrada especialmente el día domingo, como indica el texto evangélico, el primer día de la semana, en la que el creyente tiene la oportunidad de ir develando el misterio divino referido a Cristo.
En relación con esto, no nos debe extrañar que la fe haya decaído tanto entre los católicos, ya que el abandono de muchísimos de la participación en la misa dominical, los ha llevado a prescindir cada vez más de Cristo y a no reconocerlo cuando comparte nuestra vida, caminando junto a nosotros.
Lamentablemente se ha perdido el tener a Jesús en la Eucaristía como centro de la vida humana, se ha dejado de lado el decirle “¡Quédate con nosotros Señor porque la vida nada es sin Ti!”
Cuando Jesús es reconocido porque nuestra mirada se va haciendo más penetrante de la verdad, el Señor se queda en nuestra vida, nos sigue enseñando acerca de su Palabra y nos permite  ahondar más y más en el misterio de su amor de Salvador.
El itinerario de los discípulos y Jesús hacia Emaus es el mismo que transcurrimos en la misa dominical, ya que allí, tristes por nuestros pecados recibimos la promesa del perdón, somos enseñados por la Palabra de Dios, recibimos en comunión  al mismo Dios hecho hombre, presente entre nosotros por la consagración y salimos a nuestra vida diaria, -la vuelta a Jerusalén-, para hacer partícipes a otros de la vida del resucitado por medio de la misión a la que se nos envía constantemente.
Hermanos: la Palabra de Dios es muy clara. No se nos abren los ojos de la fe en Cristo, la esperanza de la vida futura y el amor a Dios y a nuestros hermanos, sino es por medio de la Eucaristía.
Es en la Misa dominical, en la que Dios dialoga con su pueblo –al decir del Papa Francisco-, en la que se devela siempre el misterio de nuestro Creador, Salvador y Santificador.
El carácter misionero de la Iglesia se ve fortalecido también cuando se nos abren los ojos al partir del pan de cada Eucaristía, ya que ella es la que nos impulsa a dirigirnos a Jerusalén –imagen de la humanidad toda-, para llevar entusiastas a todos el testimonio de haber visto al resucitado.



Padre Ricardo B. Mazza. Cura párroco de la parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la Vera Cruz. Argentina. Homilía en el tercer domingo de Pascua. 04 de mayo de 2014. ribamazza@gmail.com; http://ricardomazza.blogspot.com
















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