29 de abril de 2014

“Las cicatrices del crucificado nos recuerdan a qué precio fuimos salvados e individualizan a toda persona humana en su dolor, soledad y pecado”.


Hoy celebramos la fiesta de la Divina Misericordia que fuera establecida por quien en este día fue declarado san Juan Pablo II. En nuestra parroquia veneramos la imagen de Jesús de la divina misericordia que nos permite recordar y vivir siempre las promesas que el Señor hiciera a santa Faustina, propagadora de esta devoción, fruto de sus comunicaciones con el resucitado.
Como gesto de la divina misericordia, sin duda alguna, Juan Pablo II es declarado hoy santo junto al papa san Juan XXIII.
En muchas ocasiones de nuestra vida hemos oído hablar de la misericordia divina, que evoca enseguida la cercanía del corazón de Jesús con nosotros, nuestras miserias, debilidades y pecados, elevándonos al camino de la gracia, de la santidad, y de la unión con Él, para llegar a encontrarnos con su Padre. La liturgia del día y los textos bíblicos que proclamamos refieren a la divina misericordia. 
Y así, en la primera oración de esta misa pedimos al Dios de eterna misericordia que acreciente en nosotros los dones de su gracia para comprender la grandeza “del bautismo que nos purificó, del espíritu que nos regeneró y de la sangre que nos redimió”. 
Ciertamente esta súplica ejemplifica la misericordia divina, ya que la primera manifestación la encontramos en el bautismo, por el que fuimos reconciliados con el Padre y constituidos hijos de Dios. Y esto fue posible porque Cristo muriendo en la Cruz nos redimió con su sangre y  el Espíritu Santo enviado por el Padre y el Hijo, completó su obra en la regeneración de nuestro interior, por el nuevo nacimiento fruto de la gracia divina.
Si tenemos en cuenta la primera lectura tomada del libro de los Hechos de los Apóstoles (2, 42-47), observamos que la primitiva comunidad cristiana de Jerusalén vivía en profunda alegría la resurrección del Señor, tanto que compartían la oración, la fracción del pan, los dones recibidos a causa de su fe y hasta los mismos bienes materiales. Esta vivencia tan particular y que ojala viviéramos también en nuestros días, es fruto de la misericordia divina, ya que sintiéndose salvados por la muerte y resurrección de Jesús, no podían más que continuar  esa gracia en comunidad de vida y de fe.
La dispersión provocada por el pecado había dado lugar por la redención, a la unión de los corazones tanto en la vida sobrenatural como temporal.
La experiencia de la misericordia los liberó de sus pecados y los elevó en la consideración misma de la vida de cada día.
El apóstol san Pedro (1,3-9) en el segundo texto de hoy, bendice al Padre de nuestro Señor Jesucristo porque “en su gran misericordia, nos hizo renacer por la resurrección de Jesucristo” para acrecentar “una esperanza viva” que nos hace salir al encuentro confiadamente de  la “herencia incorruptible, incontaminada e imperecedera” que tenemos “reservada en el cielo”. Quien ha experimentado la misericordia de Dios, el perdón continuo de las debilidades personales, que se ha sentido elevado por el don de la amistad divina, es capaz de poseer una esperanza viva y orientarse siempre a la vida divina que nos espera y se nos ha prometido. 
Misericordia que está a nuestro alcance desde siempre y que desgraciadamente muchos todavía no han sabido acoger con humildad y gozo, ya que los ciega la autosuficiencia de que solos se arreglan, o son duros en arrepentirse reconociendo sus pecados y maldades.
Pero el Señor no obstante esto sigue insistiendo como lo hizo por ejemplo en la aparición a los discípulos estando ausente el apóstol Tomás (Jn. 20, 19-31), diciendo “Reciban el Espíritu Santo. Los pecados serán perdonados a los que ustedes se los perdonen, y serán retenidos a los que ustedes se los retengan”. 
De esta manera, Jesús instituye el sacramento de la Reconciliación, manifestando así su gran amor para con nosotros, aplicando en el corazón del hombre el carácter salvífico del misterio pascual de su muerte y resurrección gloriosa de entre los muertos. 
Por este medio, en efecto, arrepentidos de corazón y con el propósito sincero de convertirnos en adelante, recibimos el don del perdón divino. 
Sin embargo anuncia que existe la posibilidad que los pecados no sean perdonados, sino retenidos, enseñándonos así que el sacramento de la confesión se torna ineficaz, si apegados a los pecados cometidos, está ausente el verdadero arrepentimiento y el deseo de cambiar de vida junto con una sincera reparación de los daños provocados por nuestras faltas.
Acontece lo mismo si alguien nos pide perdón por las ofensas que nos infligió y al mismo tiempo asegura que no se arrepiente y que seguirá en la misma conducta de ofensas. Es ciertamente un contrasentido manifiesto.
De esa manera el confesor deberá tener cierta seguridad del arrepentimiento del penitente para poder ser instrumento eficaz del perdón divino. Más aún, si quien se confiesa asegura estar arrepentido pero no lo está verdaderamente, la absolución así otorgada con engaño es inválida.
En esta aparición, además, según el relato evangélico, Jesús muestra a los discípulos las marcas de los clavos en su cuerpo para acrecentar nuestra fe en el signo visible de su muerte, de su sacrificio redentor en beneficio de la humanidad toda, para  que no olvidemos nunca cuánto le hemos costado.
Más aún, en la persona de Tomás nos dice a cada uno de nosotros que fácilmente olvidamos el precio de nuestro rescate del pecado y de la muerte, “Trae aquí tu dedo: aquí están mis manos. Acerca tu mano: métela en mi costado. En adelante no seas incrédulo, sino hombre de fe”.
Con esta memoria de las cicatrices del Señor resucitado, escuchamos que nos dice “Como el Padre me envió a mí, yo también los envío a ustedes” para que manifiesten al mundo ¡cuánto me ha costado el pecado de todos! Pero también con esta misión nos encomienda ir al encuentro de tantas cicatrices que el pecado u otros males han dejado marcadas a tantas personas en este mundo. Ir al encuentro de las cicatrices vivientes de Jesús: los presos, los enfermos, los desesperados, los que se han olvidado de Dios, los desahuciados de la vida humana, los descartados de la sociedad opulenta, en fin, de toda presencia de Jesús en medio de tantos despojos.
No sólo mirar las cicatrices del crucificado que nos recuerdan los sufrimientos del Salvador, sino también las que individualizan a toda persona humana en su dolor, soledad y pecado.
En las cicatrices del ser humano descubrir con fe la presencia doliente del Señor, sin exigir meter el dedo o la mano para asegurarnos de la misma.
Ante esta presencia del Señor en el otro, llevar el mensaje salvador de la resurrección y de la misericordia divina para que nadie se desespere o se sienta excluido del perdón divino.
Al respecto, Jesús de la divina misericordia, a través de santa Faustina, convoca a todos los pecadores, es decir, a nosotros, a presentarnos ante Él con las miserias  que nos abruman,  junto con deseo de renacer por la gracia, afirmados en la certeza de ser escuchados y salvados, y así, encontrándonos con sus cicatrices purificadoras de todo mal por el sincero arrepentimiento y el propósito de ser mejores, alcanzar la vida verdadera.
Hermanos: curados interiormente por la gracia de Dios, vayamos al encuentro de las cicatrices de los hermanos para llevarles el mensaje de la misericordia divina, que cuando nos abruma con su peso, nos permite vivir en el amor pleno de Dios.


Padre Ricardo B. Mazza. Cura párroco de la parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la Vera Cruz. Argentina. Homilía el II° domingo de Pascua. 27 de Abril de 2014. ribamazza@gmail.com; http://ricardomazza.blogspot.com



















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