3 de julio de 2014

“La piedra fundante de la Iglesia es “el Mesías, el Hijo de Dios vivo”, a quien debe proclamar siempre Pedro y Pablo ante el mundo”.


Al celebrar hoy a los apóstoles Pedro y Pablo actualizamos la elección que Jesús hizo para el bien de su Iglesia de estos dos hombres, que serían constituidos en columnas visibles de la Iglesia fundada por Él para prolongar su acción salvífica en medio del mundo.


El texto evangélico que acabamos de proclamar  (Mt. 16,13-19) Jesús pregunta a sus discípulos lo que la gente piensa acerca de Él, interrogación que podemos hacer también nosotros en el hoy de la historia, con diversas respuestas como las suscitadas en aquél tiempo, pero de ellas sólo una es la que verdaderamente interesa.
En  efecto, Pedro, inspirado por el Padre del cielo, y hoy la Iglesia misma, responde “Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo”, encontrándose en esta afirmación la clave del fundamento de la Iglesia misma, tal como lo enseña san Agustín (cf. Oficio de lecturas del día).
De manera que si bien es cierto que Jesús le cambia el nombre  a Simón, confiándole la misión de ser piedra visible al decir “Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia”, también es verdad que la piedra angular de la Iglesia se encuentra en el “Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo”.
Ahora bien, en la oración colecta de esta misa pedíamos a Dios que conceda a su Iglesia “que se mantenga siempre fiel a las enseñanzas de aquellos por quienes comenzó la propagación de la fe”, es decir, que permanezcamos fieles a este testimonio fundante de la Iglesia “Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo”.
Cuando Cristo resucitado se les aparece a los apóstoles, tal como lo proclamamos en el evangelio de ayer, en la misa de la vigilia (Jn. 21, 1.15-19), le pregunta por tres veces a Simón Pedro “¿me amas más que éstos?, recibiendo también por tres veces la respuesta “Tú sabes que te quiero”, reclamándole a su vez el Señor que apaciente sus ovejas.
De este modo, no sólo le recuerda con delicadeza su triple negación para que revalide su amor y fidelidad, sino que le reclama que el fundamento de ese amor ha de estar en la verdad proclamada de “Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo”, y que el apacentar las ovejas del único Pastor, ha de significar su lealtad en transmitirla al mundo, confirmando así a sus hermanos en la fe puesta en “el Mesías, el Hijo de Dios vivo”.
Cuando Pedro es liberado de la cárcel, como escuchábamos en la primera lectura del día (Hechos 12, 1-11), debe confirmar a sus hermanos, darles seguridad y confianza para que no teman en medio de las persecuciones, ya que la roca firme de cada uno, y por tanto de la Iglesia, es y será siempre “el Hijo de Dios vivo”, en cuyo nombre  es salvado de sus perseguidores.
A la luz de esta verdad, cada día como hoy, pedimos especialmente por  el Sumo Pontífice, sucesor de Pedro, para que en el decurso del tiempo proclame  al mundo que Jesús es el Hijo de Dios vivo, y que sobre este aserto, confirme a sus hermanos bautizados en la única fe verdadera.
Junto a Pedro tenemos al apóstol Pablo, el apóstol de los gentiles, y mientras Pedro se dirige a los judíos, -aunque por revelación divina cae en la cuenta que también han de recibir el mensaje de salvación los paganos-, Pablo se distinguirá especialmente en evangelizar a los paganos.
Ayer, escuchábamos en la misa de la vigilia, el texto de san Pablo a los gálatas (1,11-2), en el que reconocía que por pura bondad de Dios fue rescatado del pecado, convirtiéndose de perseguidor de los cristianos en evangelizador de los paganos, habiendo recibido la Buena Noticia que predica, no por la acción del hombre, sino por revelación del mismo Jesús, y que por fidelidad al ministerio recibido, es capaz de cualquier sacrificio que sea necesario para que el evangelio llegue a sus destinatarios.
Por eso consuela escuchar lo que acabamos de proclamar hoy cuando Pablo le dice a su discípulo Timoteo (II Tim. 4, 6-8.17-18) que ha llegado el momento de su partida, la vuelta al Padre que lo ha creado y elegido para ser discípulo de Jesús, y examinando su conciencia afirma “he peleado hasta el fin el buen combate, concluí mi carrera, conservé la fe”.
¡Qué hermosa enseñanza que hemos de hacer nuestra! ¡Qué dicha será si al llegar al fin de nuestra vida podemos repetir las mismas palabras pronunciadas por Pablo con tanta convicción! ¡Ojala que como Pablo, no sólo conservemos la fe recibida sin menoscabo alguno, sino que la transmitamos gozosamente a aquellos que de buena voluntad quieren recibirla también íntegramente!
Y todo esto con la certeza de la gloria futura,  “Ya está preparada para mí la corona de justicia, que el Señor, como justo Juez, me dará en ese Día, y no solamente a mí, sino a todos los que hayan aguardado con amor su manifestación”.
Pedro y Pablo se mantendrán firmes y fieles a la misión que se les ha encomendado, -aún sabiendo que les espera la muerte violenta tal como el Señor se los había anunciado-, sin desfallecer en la transmisión del evangelio, ya que el Señor está al lado  de cada uno, dándole fuerzas “para que el mensaje fuera proclamado por mi intermedio y llegara a oídos de todos los paganos”, como recuerda en su caso el apóstol de los gentiles.
Cumpliendo con su misión, cada uno de ellos manifestó su amor a Cristo hasta derramar su sangre por Él, siendo crucificado cabeza abajo Pedro en primer lugar, y decapitado Pablo después, ambos en el año 67.
Ante estos hechos, nos encontramos con el misterio que encierra el amor de Dios para con los apóstoles y que podría llevarnos a preguntar, ¿por qué el apóstol Pablo que se gastó y se desgastó (cf. 2 Cor. 12, 15) por el ministerio del evangelio debe terminar sus días de manera tan violenta?  O ¿por qué Pedro, elegido como piedra visible de la Iglesia ha de concluir su vida terrenal por la crucifixión? Es que el verdadero amor pasa por el amor  e imitación de Cristo, y así como Él consumó la salvación humana por medio de su muerte en la Cruz, así también el servidor de Cristo ha de estar dispuesto a morir por su Maestro, ya que si así es su Voluntad, Él concede su gracia para que esto se realice en plenitud.
Para los ojos de quienes no tienen fe,  el martirio de Pedro y Pablo suena como una gran injusticia ya que no es el premio correspondiente a todo lo que hicieron por Cristo y la Iglesia. Desde la fe, en cambio, sabemos que el buen “combate de la fe” de Pablo, y el “Señor, Tú sabes que te amo” de Pedro, no llegarían a la perfección sin el martirio.
Pidámosle a Jesús que nos haga ver la necesidad de entregarnos siempre a su servicio y a su Iglesia, y que tengamos la valentía de llevar al mundo, sin miedo alguno, el mensaje que el mismo Jesús les entregó a los apóstoles en el comienzo de la predicación apostólica.


Padre Ricardo B. Mazza. Cura párroco de la parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la Vera Cruz. Argentina. Homilía en la Solemnidad de los “Santos Pedro y Pablo, Apóstoles”. 29 de junio de 2014. ribamazza@gmail.com; http://ricardomazza.blogspot.com





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