30 de agosto de 2014

Reconociendo la grandeza de la presencia en el mundo de la Iglesia Católica, exclamemos con san Pablo (Rom. 11, 33-36) “¡Qué profunda y llena de riqueza es la sabiduría y la ciencia de Dios!”

Si Cristo estuviera ahora  hablando con nosotros seguramente nos preguntaría acerca de lo que la gente dice de Él, y como lo hicieron en su momento los apóstoles
responderíamos contando lo que escuchamos con frecuencia  entre los creyentes como de los que no creen.
Algunos lo ven como un hombre de gran bondad, otros como un revolucionario en el ámbito social, alguien que pasó por este mundo haciendo el bien, otros al igual que Flavio Josefo el historiador judío, dirían que tienen la certeza de su existencia histórica  pero nada afirmarían de su divinidad. Nos encontraríamos así con respuestas diversas que no se acercan a la verdad respecto a su persona. Seguidamente el Señor nos preguntaría a cada uno personalmente, “Y  ustedes, ¿quién dicen que soy?”
Nos dice el texto del evangelio (Mt. 16,13- 20) que tomando la palabra Simón Pedro, dijo: “Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo”. Es en ese momento que Jesús reconoce que Pedro afirma esto no porque lo haya comprobado personalmente, sino porque se lo inspiró el Padre. 
Es decir, que Dios infundió en Pedro el don de la fe por el cual  asintió esta verdad de fe, la divinidad de Cristo. Es cierto que el apóstol tenía donde racionalmente apoyarse, como los milagros, las profecías cumplidas, la santidad de la doctrina enseñada, la cercanía con la gente a quienes trataba con bondad y misericordia, pero es la gracia recibida de lo alto la que lo llevaba a expresar sin duda alguna la convicción sobre la divinidad del Señor.
El reflexionar nuevamente sobre este acontecimiento crucial para la vida cristiana nos permite preguntarnos una vez más si creemos realmente en la divinidad de Jesús, y si esta convicción, de tenerla, se prolonga en una vida diaria coherente con la fe manifestada. 
Es decir, se nos invita a considerar otra vez, si el proclamar, testimoniar y defender la fe en el resucitado, se hace presente por medio nuestro en medio del mundo en el que estamos insertos en el presente, afirmando siempre “Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo”.
Es en esta afirmación donde comienza toda transformación no sólo en nuestro interior, sino también en la sociedad.
De hecho, cuando Pedro es confirmado como piedra visible de la Iglesia, Jesús ya sabe que con la infusión del Espíritu y la colaboración de los apóstoles, después de la Ascensión, comenzará a difundirse el evangelio por todas partes del mundo entonces conocido, de manera que la confesión de Pedro no sólo sirvió para cambiar a los seguidores de Cristo, sino también el que se sintieran realmente misioneros enviados por el Salvador.
De la misma manera debiera suceder en nuestros días con nosotros si estamos convencidos que Jesús es el Hijo de Dios vivo, ya que esta verdad asumida debe conducirnos a ser “discípulos y misioneros” del resucitado, sin descansar mientras haya alguna persona que todavía no conoce al Señor.
En realidad tenemos muchas oportunidades de hacer conocer a Jesús, en nuestra familia, con nuestros amigos, en el trabajo y en medio de los distintos ámbitos en que nos movemos en el presente.
¡Cuántas veces en nuestros encuentros con personas de distinto pensamiento tenemos la oportunidad de dar testimonio del Hijo de Dios vivo, sobre todo cuando no se comprende el misterio de la Iglesia en profundidad o persisten ideas mundanas sobre la misma que no tienen asidero en el campo de la fe!
¡Cuántas veces escuchamos a los mismos católicos afirmar que todas las confesiones religiosas cristianas se equiparan porque buscan la verdad, presentándose  así ante nosotros la oportunidad de testimoniar que la Iglesia fundada por Cristo subsiste en la Iglesia Católica y que las demás no son más que ramas desgarradas del único tronco! ¡Cuántas veces podemos dar fe que es la Iglesia Católica la que celebra la eucaristía,  la reconciliación, la unción de los enfermos y  la confirmación, como medios de salvación que no poseen las iglesias evangélicas!
Con excusa de reformar la Iglesia, pecadora en sus miembros, no pocos dejaron a la Madre que les dio la fe para sembrar el error por doquier, mientras que los santos, conscientes de dónde estaba la verdad, procuraron enderezar lo torcido y santificar lo carente de santidad con su ejemplo y con una vida entregada generosamente a expandir el evangelio y predicar la adhesión a la persona del Hijo de Dios vivo.
De esa manera  procuraron una verdadera reforma santos como san Ignacio de Loyola o santa Teresa de Jesús, y siglos antes de ellos san Francisco de Asís con el llamado a vivir la pobreza evangélica, o santa Catalina de Siena llamando a los papas a combatir la corrupción y a liberarse del poder estatal.
Los santos tuvieron siempre en claro que más allá de los pecados de los bautizados, la Iglesia es santa y, fue constituida sobre la roca visible de Pedro y los apóstoles, teniendo siempre como piedra angular al mismos Cristo.
Con los sucesores de Pedro y los demás apóstoles, el fiel católico tiene siempre ante sí el faro luminoso de la Iglesia Maestra, que nos guía a todos con las mismas enseñanzas que se transmiten de generación en generación, sin caer en el libre examen de la Escritura que lleva  a interpretaciones subjetivas que se apartan de la única verdad y que no otorgan certeza alguna.
Pertenecer a la Iglesia Católica nos debe llevar a valorar todo lo que ella nos ofrece en el campo de la verdad y de la vida cristiana.
Aunque Pedro y sus sucesores, en cuantos hombres sujetos al pecado,  puedan caer en consideraciones erróneas, como veremos en el evangelio del domingo próximo al apóstol pretender apartar a Cristo de la cruz y malograr así el misterio de redención humana, en cuanto iluminados por Dios afirmarán siempre que Jesús es el Hijo de Dios vivo, convocándonos a la coherencia de vida con esta verdad que nos da conocer el Padre.
Hermanos: Estamos llamados a reconocer la grandeza que implica la presencia  en el mundo de la Iglesia Católica a la que pertenecemos, repitiendo con san Pablo (Rom. 11, 33-36)  “¡Qué profunda y llena de riqueza es la sabiduría y la ciencia de Dios!” y, constantemente, cuando no comprendamos por qué nos ha elegido a pesar de nuestros pecados personales, afirmemos confiadamente “¡Qué insondables son sus designios y qué incomprensibles sus caminos!” 
Quiera Dios iluminarnos para dar testimonio de la riqueza de nuestra fe recibida por la confesión en la divinidad de Cristo y la vaya afirmando en la realización constante de obras de santidad.





Padre Ricardo B. Mazza. Cura párroco de la parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la Vera Cruz. Argentina. Homilía en la Misa del domingo XXI del tiempo Ordinario. Ciclo “A”. 24 de agosto de 2014. ribamazza@gmail.com; http://ricardomazza.blogspot.com











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