28 de enero de 2010

Convocados y enviados por la Palabra viva de Dios


Nuevamente nos congregamos en la Casa de Dios para escuchar su Palabra y recibirlo hecho carne en la Eucaristía. Los textos bíblicos que hemos proclamado nos llevan a una profundización mayor de los misterios divinos. La enseñanza de este domingo pone de relieve el poder convocante de Dios, quien manifiesta su voluntad y configura un pueblo de creyentes a través de su Palabra, conocida por medio de los profetas y personificada en la plenitud de los tiempos por medio de su Hijo.
En la primera lectura el libro de Nehemías (8, 2-6.8-10) nos presenta al pueblo elegido –la tribu de Judá- que ha sido liberado del exilio en Babilonia por un edicto del rey Ciro, regresando a lo que anteriormente era su tierra, ahora bajo la dominación persa. Con entusiasmo emprenden la restauración del templo y las murallas de Jerusalén, y así disponen de un ámbito adecuado para dar comienzo con lo que sería el pueblo judío, desaparecido ya el reino del Norte con las deportaciones asirias.
Pero también debe ser restaurada la comunidad de los creyentes, ya que el pueblo con motivo del exilio estaba disperso, dispersión que ya había comenzado con el pecado y la infidelidad al Dios de la Alianza.
El texto bíblico nos muestra un momento muy particular para el pueblo, convocado a celebrar el día del Señor, a partir de la lectura y meditación de su Palabra, reunido en la plaza principal –hombres, mujeres y todos los que podían entender-, desde el amanecer al mediodía.
El sacerdote Esdras y los levitas se encargan de proclamar e interpretar la voluntad de Dios.
Esto provoca entre los presentes una seguidilla de reacciones, el pueblo congregado se siente conmovido y llora al recordar el pecado que resalta más al ser comparado con la fidelidad del Dios de la Alianza.
La Palabra les permite confrontar con ella su propia vida personal y como pueblo y, descubrir en qué aspectos no han estado a la altura de lo que se esperaba de ellos, postrándose en tierra no sólo para expresar su pequeñez sino también para mostrar su disposición de adorar al único Dios.
Esta comunidad se va transformando por la acción de la Palabra de Dios, que moviendo los corazones aleja la dispersión interpelándolos para regresar al espíritu de la Alianza.
Esto señala qué importante es para la vida de fe la Palabra de Dios.
Esta experiencia del pasado ciertamente nos ayuda a descubrir si nosotros también nos sentimos conmovidos por lo que nos da a conocer el Señor, si su Palabra nos convoca, alimenta, y a la vez nos proyecta por medio de la conversión, a una comunión más plena con Él.
La liturgia misma de la misa comienza con la escucha de la Palabra que el pueblo de bautizados congregado recibe, plasmando la comunidad de creyentes alejándolos de la dispersión.
En efecto, cuando venimos al templo a celebrar los misterios santos -con frecuencia agobiados por los problemas y preocupaciones-, no siempre estamos dispuestos a escuchar a Aquél que es la Verdad para nuestra vida.
La Palabra, en cambio, por el poder que le es propio por su origen divino, va originando ese remanso interior de paz y unificación comunitaria a la que estamos llamados y que todos necesitamos.
Por eso es tan importante participar de la Eucaristía desde el principio, porque la Palabra es parte integrante y necesaria del misterio que celebramos, con esa función pedagógica de convocarnos e interpelarnos para constituir la comunidad de los elegidos que reconoce y quiere una sincera conversión prolongada en una nueva vida.
Si la Palabra es dejada de lado, y participamos sólo de la Eucaristía desde el ofertorio –por ejemplo-, no es de admirar que el espíritu de cada bautizado permanezca tan disperso como ha llegado al lugar sagrado.
Es probable que el poco aprecio por la Palabra de Dios –desoyéndola-, que con frecuencia manifiesta el “creyente” en nuestros días, esté originado en el hecho de sentirse tan agobiado por las palabras huecas de cada jornada y las más de las veces mentirosas, que culmina colocándola al mismo nivel de la del hombre.
O también tan embelesado por las voces del mundo, que por su frivolidad son muchas veces más atractivas, despreciamos la Palabra de Dios por considerarla aburrida o desactualizada para nuestro existir cotidiano.
Por eso la necesidad, como en la antigüedad, de alimentarnos con la Palabra de Dios, actualizando en cada domingo los dichos de Esdras, Nehemías y los levitas: “es un día consagrado a nuestro Dios. No estemos tristes, pues el gozo en el Señor es nuestra fortaleza”.
Realizado, pues, cada domingo, el reencuentro con el Dios de la Alianza, podemos ir a nuestras casas a comer y beber un buen vino, compartiendo con el que no tiene, porque es un día consagrado al Señor.
Este día consagrado al Señor ha de provocar en nosotros una profunda alegría ya que nos permite encontrarnos con Él y los hermanos en la fe.
Hablando del encuentro con Jesús Palabra viva del Padre, en el evangelio de hoy (Lucas 1,1-4; 4,14-21) se nos muestra al Señor participando en la sinagoga de Nazaret de la proclamación del mensaje revelado.
Al leer un texto del profeta Isaías afirma que su anuncio “se ha cumplido hoy” en Él.
¿Y qué dice el texto de Isaías? Afirma que ha recibido la consagración del Espíritu Santo -retomando lo que había sucedido el día de su bautismo en el Jordán-.
Que ha sido consagrado y enviado para dar la vista a los ciegos, especialmente devolver la ceguera del espíritu; a dar la libertad a los oprimidos quitando especialmente la opresión del pecado; a anunciar la liberación a los cautivos porque de Jesús se origina la verdadera libertad para el hombre; y a dar la buena noticia a los pobres.
Se trata del mensaje de Jesús que solamente es recibido por los pobres. ¿Quiénes son los pobres? No se trata de hacer una oposición de clases como alguna ideología lo ha propuesto, sino de destacar quiénes son los que están abiertos a recibir a Jesús.
De hecho la Iglesia a través de la doctrina Social insistirá en la necesidad de que en las naciones se busque el bien común, se elimine la miseria, afirmando que toda persona tiene derecho a vivir como tal usando de los bienes universales que Dios nos entregó desde la creación.
Pero también el llevar la buena noticia a los pobres está implicando el corazón de aquél que está dispuesto a escuchar al Señor.
El rico que ha puesto su confianza en el dinero, en el poder, en la fama, tiene su corazón bloqueado e ignora la Palabra, oyendo sólo aquello que agrada a sus oídos.
No hay una actitud de confrontar su vida con la voluntad de Dios con el objeto de transformar el corazón buscando caminos diferentes.
La Buena Nueva encuentra eco sólo en aquellos que son pobres de espíritu, los que el Antiguo Testamento llama los “anawim”, los pobres de Yahvé, aquellos que ha puesto su confianza en el Creador, que saben que sólo Él puede responder a los grandes interrogantes de la vida y por eso están orientados a servirle de veras.
Justamente este pueblo reunido ante Esdras escuchando la Palabra de Dios se presenta con las características de los pobres de Yahvé que abren sus oídos y corazón ante su Dios, saben que dependen de Él y en Él han puesto su confianza, su fuerza, su voluntad de ser cada día mejores.
Esta apertura ante Dios propia de los pobres de Yahvé, los anawim, hace que cada uno vaya conociendo cuál es el don que ha recibido, y sin envanecerse va pensando cómo los pone al servicio de su Creador y de su prójimo, tal como refiere San Pablo escribiendo a los Corintios (I Cor.12, 12-30), cuando compara al cuerpo de la Iglesia con el cuerpo humano.
Así como el cuerpo humano tiene muchos miembros y todos son necesarios para que éste funcione correctamente, lo mismo sucede en el cuerpo de la Iglesia.
Muchos miembros cumpliendo su misión propia colaboran para la perfección del cuerpo siendo imposible prescindir de alguno de ellos si se quiere y busca la perfección en el ser y obrar del todo.
Por el bautismo recibimos un don, una gracia especial, que hace que nuestra presencia y actividad sea fundamental.
A veces caemos en el pesimismo de pensar que somos tan poca cosa que en nada podemos contribuir para la edificación de la Iglesia.
Este sentimiento nos exige no abandonar nuestro compromiso, sino reflexionar y descubrir qué nos ha dado el Señor y en qué medida puedo aportar algo de mí para la Gloria de Dios y el bien de la comunidad.
Esto supone la apertura total ante Dios: “Señor, aquí te doy mi nada”. “Todo es don y gracia tuya. Con tu luz y tu fuerza esa nada será elevada en la realización de tu voluntad, en lo que Tú has preparado para mí desde toda la eternidad”. “Que pueda llevarte a Ti a este mundo que tanto necesita de tu presencia”.
Pidamos al Señor que nos dé la docilidad para escuchar siempre su Palabra, para dejarnos instaurar en comunidad de creyentes, abriendo siempre nuestro corazón a Él y sus dones, para que reconociendo lo que nos ha dado sepamos brindarlo para la edificación del Cuerpo de la Iglesia.


Padre Ricardo B. Mazza. Párroco de la Parroquia “San Juan Bautista” en Santa Fe de la Vera Cruz. Homilía en el III domingo “per annum” ciclo C. 24 de Enero de 2010. ribamazza@gmail.com; http://ricardomazza.blogspot.com; www.nuevoencuentro.com/tomasmoro.-

1 comentario:

Javier Pro dijo...

Excelente homilía, como siempre. Engarza los distintos temas de los textos bíblicos sin perder el hilo conductor que en este caso es el poder aglutinante de la palabra que se hace Palabra del Padre para nuestra salvación.
Guilghem de Encausse.