8 de abril de 2014

“Quitado el sudario de nuestro rostro sumergido en la oscuridad, volvemos a ver a Jesús como Salvador, contemplando su misericordia”.

Hemos comenzado este tiempo de cuaresma que ya llega a su fin, caminando en el desierto de la oración y la penitencia para encontrarnos con el Señor e ir profundizando cada vez  más en el conocimiento de su persona y enseñanzas. Pero este itinerario espiritual sólo es posible desde la fe en Jesús en quien nos adherimos cada vez más.
En el primer domingo, Jesús nos enseña a combatir el espíritu del mal que pretende perturbar nuestra existencia y alejarnos de la verdad y de la vida que sabemos, desde la fe, proviene sólo de Dios. En el segundo domingo, conociendo nuestra debilidad ante la persecución y el sufrimiento, se transfigura delante de Pedro, Santiago y Juan, y también ante nosotros, para asegurarnos la gloria que nos espera en su presencia si nos mantenemos fieles a Él, sin duda alguna, en medio de su Pasión, vivida en nuestra existencia, y el sentimiento de abandono que pueda invadirnos. Luego meditamos en el domingo siguiente en el encuentro con la samaritana. Allí se presenta como el agua viva, la abundancia del don de la gracia y del Espíritu que quiere entregarnos abundantemente. La samaritana avanza en su proceso de fe mientras dialoga con el Señor, hasta que ella y otros compatriotas suyos reconocen que es el Mesías, comenzando a beber de esta fuente inagotable de vida, siendo ellos mismos manantiales de agua viva. El domingo pasado el encuentro fue con el ciego de nacimiento, que no percibe la verdad plena por sí mismo sino con la ayuda paulatina de Jesús, ya que es la Luz que permite descubrir todo, desde la fe en su divinidad, de un modo nuevo, y así, al reconocer el hombre la ceguera que le invade y que la transformación está fuera de sí, se abre a la fuente de la Luz verdadera.
Este domingo, el último de cuaresma antes del domingo de Ramos, nos presenta a Jesús como el que es la Resurrección y la vida (Jn. 11, 1-45).
Al afirmar, “el que crea en mí, aunque muera vivirá”, no solamente refiere a la muerte corporal que es vencida por la resurrección, sino también a  la muerte espiritual por el pecado,  que es doblegada al restituírsele al hombre la vida de la gracia por medio del perdón, fruto de la misericordia divina.
En efecto, Cristo Hijo de Dios es enviado para mostrar al hombre la inmensa bondad del Padre Común que nos espera a todos para brindarnos su vida en abundancia. Y esto es así, porque cada uno de nosotros ha existido en el pensamiento de Dios desde toda la eternidad. 
En esa eternidad, que es siempre presencia divina,  estábamos cada uno de nosotros en potencia de ser, sólo faltando el momento preciso en que la providencia divina nos trajera a este mundo, para darle gloria, hacerlo presente en medio del mundo, manifestar su proyecto de grandeza para nosotros y para volver algún día nuevamente junto a Sí.
Al pensar en nosotros como sus hijos, Dios sabe que nacidos en pecado resulta ser éste un obstáculo para nuestra divinización, por lo que a través del misterio de la muerte y resurrección de su Hijo hecho hombre,  recuperamos nuestra dignidad de ser “imagen y semejanza” suya, llamados a participar de su misma vida.
El misterio de la pasión, muerte y resurrección del Señor es un misterio de amor, ante el que es imposible que el corazón humano tan pequeño y mezquino pueda entender algún día, cuál es “la anchura, la longitud, la altura y la profundidad del amor de Cristo que supera todo conocimiento” (Ef 3,18), como enseña san Pablo. 
Esto hace que urja cada día avanzar más en el camino del conocimiento del misterio mismo de la divinidad de Cristo, de modo de descubrir nuevas facetas suyas y alcanzar el misterio de Dios y su infinito amor para con la humanidad pecadora y redimida por el sacrificio de su Hijo hecho hombre.
El texto del evangelio nos recuerda también que Jesús llora ante su amigo Lázaro muerto, como llora por nosotros sepultados muchas veces por el pecado que provoca destrucción y muerte en nosotros cuando nos dejamos llevar por los espejismos de una falsa felicidad que nos deja vacíos.
El “cuánto lo amaba”, referido a Lázaro, se repite además indefinidamente cada vez que el Señor llora por nosotros, por nuestra muerte prematura a la vida de la gracia,  y con su amor expresado en “soy la resurrección y la vida” recrea el espíritu del hombre retornándolo a la vida verdadera. 
“Esta enfermedad no es mortal es para gloria de Dios, para que el Hijo de Dios sea glorificado por ella” dice Jesús a sus apóstoles refiriéndose a Lázaro y también a cada uno de los pecadores del mundo. La gloria de Jesús se alcanza en el árbol de la cruz y también, por lo tanto, toda vez que el pecador es rescatado de sus miserias.
Jesús resucita a su amigo, levanta la losa que lo tiene sepultado en la muerte, como levanta la losa que retiene nuestra existencia en la lejanía de Dios diciendo “Sal afuera”,  desatando los lazos del pecado que nos tiene inmóviles, saca el sudario de nuestro rostro sumergido en la oscuridad, para que de nuevo volvamos a ver al Salvador contemplando su misericordia.
Este misterio de salvación es realmente misterio, porque nunca comprenderemos totalmente la profundidad del amor divino.
Ese amor de Dios que recibimos en el bautismo cuando somos constituidos nuevas creaturas, nos ha de llevar a comprender la afirmación de san Pablo  (Rom. 8, 8-11) “los que viven de acuerdo con la carne no pueden agradar a Dios” y buscar, por lo tanto, el vivir en comunión con la verdad y el bien que proviene  en plenitud sólo de Dios.
Estamos llamados, pues, a hacer realidad lo que sigue afirmando el apóstol “pero ustedes no están animados por la carne” es decir, por el pecado, “sino por el espíritu, dado que Espíritu de Dios habita en ustedes”.
Queridos hermanos, pidamos al Señor que nos entregue su Espíritu; aprovechemos estos días para acercarnos más y más a Jesús acordándonos que Él viene a nuestro encuentro.
Al respecto, el papa Francisco en su Exhortación Evangelii Gaudium, nos pide trabajar para encontrarnos con el Señor, o por lo menos, para dejarnos encontrar por Él.
Si así lo hacemos será realidad lo que dice la escritura: “He aquí, yo estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré a él, y cenaré con él y él conmigo” (Apoc. 3,20).


Padre Ricardo B. Mazza. Cura párroco de la parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la Vera Cruz. Argentina. Homilía en el domingo V° de Cuaresma ciclo “A”. 06 de Abril de 2014. ribamazza@gmail.com; http://ricardomazza.blogspot.com





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