1 de octubre de 2014

“Señor, guíame por el camino de tu fidelidad, enséñame porque Tú eres mi Salvador”

En la liturgia dominical en la que proclamamos tres pasajes de la Escritura, encontramos íntima conexión especialmente entre la primera y el evangelio, ya que éste último nos ayuda a comprender el sentido de la primera lectura, mientras que la segunda, que por lo general nos trae las enseñanzas de los apóstoles, considera una temática diferente, aunque puede servir de nexo con las otras dos.

Esto nos permite profundizar más en la Palabra de Dios que hemos recordado especialmente en este mes de la Biblia, que concluimos hoy con el domingo bíblico. 
La Palabra de Dios, por cierto, debe ser el alimento diario que nutra nuestra existencia iluminando nuestro quehacer como peregrinos en este mundo.
En la liturgia de este domingo, la profecía de Ezequiel (18,24-28) señala dos actitudes definidas, la del justo que deja de serlo para transitar el camino de la maldad, y la de aquél que transitando por la senda del mal, se arrepiente y cambia de vida. 
Las dos conductas están directamente relacionados a la figura de Dios como Padre que  se destaca en el texto del evangelio cuando afirma, “un hombre tenía dos hijos” (Mt. 21, 28-32).
Mirando la profecía de Ezequiel como referencia, podemos imaginarnos a estas dos personas que pertenecen a la viña del Señor de la Alianza, que conocían la revelación de Dios, pero que tienen actitudes diferentes, uno obrando el bien, el otro realizando el mal, como sucedía en medio del pueblo de Israel y como acontece también entre nosotros en la actualidad.
Sin embargo se produce un cambio en ambos, de manera que quien obra el bien, cumpliendo los mandamientos “desde su juventud” -como resuena el diálogo entre Jesús y el hombre rico (Mc. 10)-, rechaza la posibilidad de profundizar su entrega y deja la fidelidad hasta entonces mantenida. 
Igualmente, el que obra el mal, deja lo que lo ata al maligno, -como Zaqueo  en el evangelio de Lucas (19. 1-10)-, y decide vivir en comunión con Dios.
Sobre la transformación del malvado, dice Ezequiel  que “ha abierto los ojos y se ha convertido de todas las ofensas que había cometido: por eso, seguramente vivirá, y no morirá”.
Si comparamos con el texto del evangelio, observamos que el hijo que se negó a ir a la viña, desobedeciendo abiertamente a su padre, “después se arrepintió y fue”, es decir, abiertos sus ojos retornó al buen camino.
En relación con las lecturas que meditamos, se advierte que el texto del evangelio introduce la relación novedosa entre conversión y fe.
En efecto, estamos habituados a pensar que la fe en Cristo como Hijo de Dios prepara el camino de la conversión, ya que nadie cambia de vida si no está convencido que el ideal que se le presenta es verdadero. 
Al respecto, Jesús, dirigiéndose a los sumos sacerdotes y a los ancianos del pueblo que no han seguido el ejemplo de las prostitutas y de los publicanos que han creído en la prédica de Juan Bautista, les dice, “ustedes, ni siquiera al ver este ejemplo, se han arrepentido ni han creído en él”.
De esto surge la pregunta sobre cuál de los dos hijos cumplió con la voluntad del padre, siendo la respuesta “el primero”, ya que aunque dijo que no en un primer momento, se arrepintió después y confirmó su adhesión a quien lo enviaba a trabajar en la viña. Y si consideramos al profeta Ezequiel, será aquel que de pecador se transformó en justo por su conversión sincera.
La transformación del pecador nos hace caer en la cuenta que su regreso a la vida nueva de convertido, obedece a la búsqueda de una felicidad perdida en el obrar el mal, al que engañosamente se había adherido. Esto es así porque el pecado y la lejanía de Dios sólo llevan al fracaso.
Con frecuencia el que obra el mal busca aturdirse en la búsqueda incontrolable de lo que ofrece el mundo, pero como el ser humano está íntimamente unido a Dios aunque no lo admita, por el cordón umbilical que es la religión, tarde o temprano percibe el vacío existencial al que fue arrojado al separarse de su Creador.
Ante esto la Palabra de Dios nos muestra el camino que permite encontrarnos a nosotros mismos y con el Señor, por medio de la conversión y la subsiguiente adhesión por la fe.
¿Cómo realizar esto, nos preguntamos? El texto de san Pablo nos da la clave (Fil. 2, 1-11) al afirmar que el Hijo de Dios al hacerse hombre se humilla, no considerando que debía cuidar su dignidad divina y, realizando así la voluntad del Padre entregándose a la muerte en cruz para la salvación del mundo. Cristo no le dice al Padre “si voy” o “no voy” a redimir al mundo, sino que desde el comienzo  afirmará “Aquí estoy Señor para hacer tu voluntad”, o “mi comida es hacer la volunta del Padre”. 
Desde la humillación de la cruz nos muestra un camino concreto, el de buscar y descubrir en cada momento de nuestro peregrinar que es lo que el Padre espera de nosotros, para su gloria y bien de los hermanos, por eso la necesidad de tener “un mismo amor, un mismo corazón, un mismo pensamiento. No hagan nada por interés ni por vanidad, y que la humildad los lleve a estimar a los otros como superiores a ustedes mismos. Que cada uno busque no solamente su propio interés, sino también el de los demás”.
Ciertamente esto exige una actitud nueva en el corazón y vida de los creyentes haciendo realidad el consejo paulino de “Vivan con los mismos sentimientos que hay en Cristo Jesús”.
Queridos hermanos en la fe: pidamos al Señor que iluminándonos con su verdad, conozcamos con certeza el camino a recorrer como buenos hijos del Padre Celestial.

Canónigo Ricardo B. Mazza. Cura párroco de la parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la Vera Cruz. Argentina. Homilía en la Misa del domingo XXVI del tiempo Ordinario. Ciclo “A”. 28 de septiembre de 2014. ribamazza@gmail.com; http://ricardomazza.blogspot.com













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