26 de diciembre de 2014

“Hoy nos ha nacido el Salvador, Luz para el justo y alegría para los rectos de corazón”.

A través de los pasajes bíblicos de la misa que estamos celebrando se nos anuncia que nos ha nacido un Niño, que en las apariencias externas no se diferencia con otros niños recién nacidos, pero que la fe nos asegura que es el Salvador del mundo.
Se trata del Dios con nosotros, el Emmanuel anunciado por los profetas desde antiguo, el Hijo eterno del Padre que ha asumido nuestra naturaleza humana para que alcancemos en plenitud la filiación divina.

El profeta Isaías (9, 1-6) nos recuerda que el pueblo que caminaba en tinieblas vio una gran luz. Pueblo errante que personifica a la humanidad de todos los tiempos en busca del Dios que muchas veces hemos perdido en la vida cotidiana, por buscar las tinieblas del pecado en lugar de la salvación.
Esta Luz recibida, que es Cristo, ha de iluminar nuestro corazón de manera  tal, que “después de haber conocido en la tierra los misterios de esta luz, podamos también gozar de ella en el cielo” (oración colecta),  mediante una transformación profunda de nuestra existencia temporal.
El apóstol san Pablo (Tito 2, 11-14) insiste en la verdad de un Salvador que  se da a conocer y que no siempre recibe respuesta acorde con los dones ofrecidos, diciendo, que “La gracia de Dios que es fuente de salvación para todos los hombres, se ha manifestado” y que “ella nos enseña a rechazar la impiedad y los deseos mundanos, para vivir en la vida presente con sobriedad, justicia y piedad, mientras aguardamos la feliz esperanza y la Manifestación de la gloria de nuestro gran Dios y Salvador Cristo Jesús” cuando retorne para guiarnos, si lo amamos, al encuentro del Padre.
La impiedad consiste en vivir como si Dios no existiera o que por lo menos no pretenda venir a nuestro encuentro o que Dios sólo tiene cabida en los grandes acontecimientos festivos pero no en la vida cotidiana. 
No pocas veces, incluso, pensamos que es suficiente la misa dominical y una oración a las apuradas, pero no damos lugar al Salvador en la familia, en los negocios, en el trato con los demás, en la vida de cada día. 
De allí que se nos invite a unir nuestra existencia al designio de amor salvador que se nos ha confiado, para que el corazón sea sensible a la bondad divina que se ha manifestado en el recién nacido. 
Nacer con Jesús es el llamado imperioso que resuena en nuestros oídos, para que Él ocupe el primer lugar en nuestro interior, venciendo los deseos mundanos que nos marean y hacen creer que la vida dichosa pasa por el goce permanente de lo pasajero, como si esto diera seguridad y pudiera colmar la sed de infinito que cada persona siente por su filiación divina.
La descripción de esta llegada salvadora del Dios hecho carne y la urgencia de dar una respuesta humana adecuada, sobresale en el texto del evangelio.
Lucas (Lc. 2, 1-14) relata el momento en que María y José que se encontraban en Belén por motivos del censo ordenado por Augusto, no hallan lugar para albergarse, a pesar de estar Ella embarazada, debiéndose conformar con un lugar pobrísimo, revistiendo esta carencia todo un signo. 
Todo un signo o señal, como lo llama el texto mencionado, que rodea el nacimiento, es decir, la ausencia de corazones dispuestos a recibir al Mesías, ya que a lo largo de la historia humana, Jesús se encuentra con indiferencia en no pocas personas que no desean ser interrumpidas en sus decisiones triviales o que  piensan no necesitar de salvación alguna.
Salvarnos de qué se preguntan muchos, estamos bien en la sociedad en que vivimos, contando con los bienes que nos permitan disfrutar de la vida no necesitamos nada más, la fe ya no es imperiosa, sólo cuenta lo que captan los sentidos sin buscar al Invisible que nos dicen que existe, son los distintos razonamientos que escuchamos a diario.
Sin embargo, a pesar de esto, la Palabra de Dios insiste cada año en la venida del Salvador que se entrega como Luz  divina, que reclama nuestra respuesta, porque la Providencia divina siempre presente, nos convoca. 
Isaías afirma que el pueblo que camina en las tinieblas del pecado y lejos de Dios, recibe una gran luz  “porque un niño nos ha nacido, un hijo nos ha sido dado”, anuncio que repite el ángel a los pastores en medio de la noche, pero iluminados por la gloria de Dios, “les traigo una buena noticia, una gran alegría para todo el pueblo: Hoy, en la ciudad de David, les ha nacido un Salvador, que es el Mesías, el Señor”.
A pesar del rechazo que Jesús sigue recibiendo en el transcurso del tiempo, su nacimiento sigue interpelando el corazón de todos, porque su Buena Noticia, la de rescatarnos del pecado para hacernos partícipes de la vida divina es para toda la humanidad, siendo para muchos motivo para seguir clausurando el corazón, como Herodes, pero constituyendo para innúmeros corazones abiertos a la acción divina, oportunidad para recrear la vida de hijos de Dios herida por el pecado de los orígenes.
Como creyentes, revistámonos de la humildad y pequeñez del recién nacido, reconociendo cada vez más que necesitamos transformar nuestra existencia, a pesar de las limitaciones que no pocas veces son un obstáculo para la conversión, para dejarnos iluminar por la existencia nueva que se nos promete, dejando atrás el corazón endurecido por la maldad.
Hermanos: a través de este misterio del Niño recién nacido descubramos no solamente que fuimos creados a imagen y semejanza de Dios desde el origen del mundo, sino que al entrar el Hijo en nuestra historia humana asumiendo nuestra carne mortal, nos está ofreciendo el que asumamos la participación de la vida divina que se nos ofrece como don.
Meditemos la grandeza de la vocación a la que somos llamados, la de ser hijos adoptivos del Padre en el Hijo Unigénito, buscando siempre a lo largo de nuestra historia temporal, caminos nuevos de fidelidad al que nos ama.

Padre Ricardo B. Mazza. Cura párroco de la parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la Vera Cruz. Argentina. Homilía en la misa de Navidad del 25 de diciembre  de 2014. ribamazza@gmail.com; http://ricardomazza.blogspot.com.


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