10 de diciembre de 2014

“Siguiendo los ejemplos de la Inmaculada, y bajo su continua protección, respondamos libremente al Padre siendo “santos e irreprochables en su presencia, por el amor”.

En este tiempo litúrgico de Adviento en el que transcurre nuestra vida cristiana, la Iglesia nos invita hoy a contemplar la persona de María Santísima, madre de Jesús y madre nuestra, en un signo de predilección divina cual es el ser concebida en el seno de su madre santa Ana, preservada del pecado original y, por lo tanto de cualquier otro pecado, y liberada de cualquier inclinación al mal. 

La Iglesia desde antiguo confesó en el común sentir de sus fieles esta verdad que distingue a María de toda otra creatura, hasta que el papa Pío IX definió como verdad contenida en la revelación, la de su Inmaculada Concepción, proclamada a lo largo de los siglos. 
Correspondía el que fuera adornada con este privilegio -de ser preservada del pecado desde su concepción- para disponerse como digna morada del Hijo de Dios que por disposición del Padre Eterno, entraría en la historia humana mediante su Encarnación en Ella.
En el contexto de esta fiesta, el apóstol san Pablo escribiendo a los cristianos de Éfeso (1, 3-6.11-12) nos manifiesta como verdad a ser creída, que el Padre “nos ha bendecido en Cristo con toda clase de bienes espirituales en el cielo, y  nos ha elegido en Él, antes de la creación del mundo, para que fuéramos santos e irreprochables en su presencia, por el amor”. Es decir, que todos nosotros, presentes en el pensamiento de Dios desde siempre, fuimos llamados a la santidad, y que para vivir de esa manera fuimos agraciados con “toda clase de bienes espirituales” en previsión de los méritos de Cristo.
Y sigue afirmando el apóstol que “Él nos predestinó a ser sus hijos adoptivos por medio de Jesucristo, conforme al beneplácito de su voluntad, para alabanza de la gloria de su gracia que nos dio en su Hijo muy querido”, quedando patente que siempre hemos sido los predilectos de Dios, hasta tal punto de ser mirados desde siempre y para siempre como hijos suyos, adoptivos, eso sí, pero hijos al fin.
Pero he aquí, que el ser humano, voluntariamente cambió la orientación de su libertad para el bien, sucumbiendo a la tentación del demonio que lo sedujo haciéndole creer que podría ser Dios mismo. De manera que resistiéndose a  aceptar que sólo era su hijo, defeccionó de su libertad para el bien y, como no estaba confirmado en gracia sino sólo provisto “con toda clase de bienes espirituales en el cielo” no supo vivir lo que esperaba el Creador de su creatura, esto es, “que fuéramos santos e irreprochables en su presencia, por el amor”, sometiéndose al pecado y al padre de la mentira. 
A partir de ese momento el ser humano se aparta de su Creador y, quedando herida su naturaleza, se enemista con los demás ingresando el desorden en la creación misma, rigiendo la rebeldía ante el orden natural y su hacedor.
El hecho del pecado original y sus consecuencias, nos debe llevar a profundizar en el daño provocado en nuestro mismo ser, ya que hemos quedado desde el exordio de la creación, necesitados del Salvador que Dios mismo en su misericordia nos prometiera.
Para hacer realidad el designio divino del envío de un salvador en la persona del Hijo Unigénito hecho hombre, es elegida esta mujer humilde, María, que es preservada en su concepción del pecado original y sus estragos consecuentes, ya que no hubiera podido ser digna morada del misterio de la Encarnación quien estuviera alcanzada por esta herida original. 
Pero no sólo es liberada del pecado de los orígenes en virtud de los méritos de la muerte de Cristo anticipadamente aplicados a Ella, sino que es adornada con la plenitud de la gracia divina, causa de profunda alegría como lo exalta el arcángel Gabriel, como fruto de haber alcanzado el favor divino y sobre quien descendería el poder vivificante del Espíritu Santo.
En el texto del evangelio (Lc. 1, 26-38) leemos que María responde ante el anuncio de la maternidad divina, “Yo soy la servidora del Señor  que se haga en mí según su Palabra”. Al  respecto hay quienes se preguntan si hubiera sido posible una respuesta diferente en María, es decir, si hubiera podido no aceptar la vocación a ser Madre del Salvador, ya que era libre.
Ciertamente porque era libre, la respuesta sólo podía encaminarse a la aceptación humilde de la misión encomendada como especial privilegio. 
En efecto, preservada de todo atisbo pecaminoso desde su concepción, su existencia estuvo siempre orientada a Dios, poseía una libertad para el bien, fin  de toda acción humana en el que precisamente se visualiza la libertad creatural  en su profunda verdad y profundidad, ya que cuanto más se conjugan verdad, bien y gracia, más libre es el ser humano. 
Igualmente sucede con nosotros pecadores redimidos, ya que cuanto más unidos a Dios estemos, más libres seremos por la acción de la gracia, y cuanto más nos apartemos de Dios para vivir en el pecado, profundizamos nuestra esclavitud y sometimiento al espíritu del mal y todo aquello que de él proviene y que no pocas veces nos seduce en la vida cotidiana.
Hermanos: aprovechemos esta celebración gozosa para unirnos más a nuestra Madre y suplicarle fervorosamente que ya que soportamos en nuestra carne mortal las consecuencias del pecado de los orígenes, a pesar de haber sido redimidos por el misterio de la Cruz y resurrección de su Hijo, tengamos su continua protección para responder libremente a lo que nos pide el Padre y nos mantengamos “santos e irreprochables en su presencia, por el amor”.




Padre Ricardo B. Mazza. Cura párroco de la parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la Vera Cruz. Argentina. Homilía en la Solemnidad de la Inmaculada Concepción de María Santísima. 08 de diciembre  de 2014. http://ricardomazza.blogspot.com; ribamazza@gmail.com.- 


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