2 de agosto de 2014

“Jesús, “el tesoro escondido y marginado” por el hombre, quiere ser “encontrado y admitido” con gozo en nuestra vida”.

El apóstol san Pablo dirigiéndose a los cristianos de Roma (8, 28-30), y con ellos a nosotros mismos, nos ayuda a entender más  lo proclamado en la primera lectura y en el evangelio (Mt. 13, 44-52) “Dios dispone todas las cosas para el bien de los que lo aman, de aquellos que Él llamó según su designio”.
Estas palabras se cumplen en la persona del rey Salomón, elegido por Dios  al igual que el pueblo que debía conducir, a pesar de sus continuas infidelidades, para hacerlo depositario de sus promesas de salvación (I Rey. 3,5-6ª.7-12). El muchacho, reconociendo su pequeñez, y que tanto él como el pueblo son fruto de la elección divina, solicita humildemente “un corazón comprensivo, para juzgar a tu pueblo, para discernir entre el bien y el mal”.
¡Qué importante sería que también nosotros pidiéramos esta gracia, la de la sabiduría para discernir entre el bien y el mal, no sólo en nosotros mismos, sino también para el bien de los demás! 
De hecho, ¡qué diferente sería la vida cotidiana para el hombre si todo quien tiene responsabilidad de conducir a otros en el orden político, económico, educativo, familiar, social y espiritual, solicitara humildemente este don de la sabiduría para realizar sólo la voluntad de Dios que mira a la realización de la comunidad! 
Con esta petición que realiza, Salomón se adelanta sin saberlo a  lo que san Pablo (Rom. 8,28-30) dirá mucho tiempo después respecto a los que Dios elige y llama: “a los que Dios conoció de antemano, los  predestinó a reproducir la imagen de su Hijo”, o sea, somos convocados a manifestar al mundo la imagen de su Hijo Jesucristo. 
Por tanto, de alguna manera, Salomón encarna la sabiduría del Hijo de Dios, presente con el Padre y el Espíritu, ya desde el momento de la creación del mundo. 
Pero también nosotros, elegidos y llamados por Dios,  hemos de reproducir la imagen de su Hijo, siendo una manera concreta el llegar a una amistad tan profunda con Él, que podamos imitarlo en todo, y así como enseña el apóstol llegar a pensar (I Cor. 2,16), a querer (Ef. 3,17) y a tener sus mismos sentimientos  (Fil.2, 5), siendo verdad cuando afirma “Ya no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí” (Gál. 2, 20).
En el evangelio, Jesús habla del Reino de los Cielos (Mt. 13, 44-52), que implica nuestra participación en la vida divina, no sólo después de la muerte alcanzando la plenitud, sino ya desde esta vida temporal, poseyendo así la sabiduría que le fuera entregada a Salomón, pero en grado sumo. 
En efecto, por la imitación y seguimiento de Jesús se nos otorga la capacidad de discernir siempre lo que más conduce a su Persona, ingresando en el  “ya” del Reino de los Cielos, que anticipa el “todavía no”, considerando la existencia humana  con la mirada del mismo Dios.
En el texto del evangelio que hoy hemos proclamado se nos habla de Jesús como el tesoro escondido en el campo que ha de ser encontrado. 
¿A quiénes hace referencia esta aseveración? No a nosotros, que con nuestra presencia en la misa dominical damos testimonio que ya lo hemos encontrado en su Palabra proclamada, en la consagración por la que Jesús se hace presente y en la comunión por medio de la cual somos alimentados.
Nutridos por el Señor ofrecido como alimento de Vida, seremos capaces de afrontar las vicisitudes de la semana con un espíritu renovado por la gracia.
Pero, ¿cuántos católicos lo tienen a Jesús escondido, marginado de sus vidas, de tal manera que su presencia no los moleste?
¿Cuántos que se dicen creyentes, prefirieron hoy “pasarla bien”, “disfrutar”, hacerse la ilusión que son profundamente felices, dejando de lado el encontrarse con Jesús en la Eucaristía? La quinta, la comida con amigos, el deporte, y cualquier elemento de distracción, es para muchos lo más importante, pasando el Señor a un segundo plano para cuando las dificultades de la vida los apremien a buscarlo como última solución.
Cuando falta la verdadera apertura para recibir a Jesús, el hombre no busca la perla fina, sino que se deja encandilar por las baratijas que ofrecen la sociedad y cultura de nuestro tiempo.
En la tercera parábola, la Iglesia se presenta como red que  en el mar del mundo recibe toda clase de personas, en su carácter de católica, universal.
En efecto, Dios no hace acepción de personas y permite que en su Iglesia convivan los buenos con los malos, como en la parábola del trigo y de la cizaña, pero advirtiendo que llegados a la orilla de la tierra prometida, serán separados unos de otros, para alcanzar la salvación los que se han mantenido fieles, y enviados al fuego eterno los hacedores del mal.
Por lo tanto, quienes buscaron y encontraron el tesoro escondido, los que fueron buenos negociantes eligiendo la perla de gran valor, irán al encuentro gozoso con el Padre del Cielo.
En el texto del evangelio Jesús pregunta a sus apóstoles si entendieron las nuevas parábolas, respondiendo éstos que sí. 
¿A qué refiere esto? A que los discípulos del Señor al ir avanzando en el conocimiento de Cristo y entrega a su Persona, se perfeccionaban con la adquisición de la verdadera sabiduría que proviene únicamente de Dios, y más fácilmente entienden los misterios del Reino. También nosotros, cuanto más conozcamos y amemos a Cristo, más nos aproximaremos a su misterio insondable.
Hermanos: pidamos la gracia del conocimiento verdadero de Cristo, descubriéndolo siempre en nuestras existencias como el verdadero tesoro por el que vale la pena renunciar a lo que tantas veces nos ata a lo pasajero.



Padre Ricardo B. Mazza. Cura párroco de la parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la Vera Cruz. Argentina. Homilía en el domingo XVII durante el año. Ciclo A. 27 de julio de 2014. ribamazza@gmail.com; http://ricardomazza.blogspot.com













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