20 de abril de 2020

Que por la gracia y la misericordia del Resucitado, los cristianos renazcan a una vida nueva, logrando la comunión entre los hermanos.

Resulta importante grabar a fuego en el corazón la referencia de san Juan respecto a los signos realizados por Jesús ante sus discípulos y que son dados a conocer  “para que ustedes crean que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y creyendo, tengan vida en Su Nombre” (Jn. 20, 19-31), ya que la fe en Cristo Resucitado, transforma  la vida personal.

Vemos la prueba concreta de esto en la descripción que hace san Lucas  (Hechos 4, 32-35) respecto a cómo vivían los primeros cristianos.
A ellos los unía la enseñanza de los Apóstoles, o sea, la escucha y meditación  de la Palabra de Dios; participaban en la vida comunitaria, poniendo al servicio de todos, los bienes materiales o  los dones y  cualidades que cada uno había recibido del Señor. Estaban en comunión, a su vez, por la fracción del pan, es decir, la Eucaristía, la misa, como estamos celebrando ahora; y la oración, ya la  personal  o comunitaria.
La certeza que Jesús, el Hijo de Dios vivo, había resucitado de entre los muertos y estaba vivo, congregaba a los creyentes.
Los primeros cristianos (I Pt. 1, 3-9), creían en que el Padre de Jesús los hizo renacer por medio de su Resurrección a una esperanza viva, a una herencia incorruptible, e imperecedera, que tenían reservada en el Cielo.
Es decir, esperaban vivir una vida nueva ya que el Señor estaba con ellos en la vida cotidiana, y a su vez crecieron en la esperanza de la Vida Eterna, en participar en la Gloria del Señor, y todo esto obviamente tenía su fundamento en la misericordia de Dios, que habían experimentado.
Había calado hondo en ellos la verdad de que Dios en su bondad se acercó a las miserias de cada persona humana manifestando su amor por Jesús  su Hijo hecho Hombre, que  muriendo en la Cruz nos rescató del pecado, para darnos por su resurrección  vida nueva.  A su vez, los cristianos,  prolongan esta misericordia recibida, en la comunidad.
Y así, cada uno piensa,  que si Dios se acercó a sus miserias, es posible que pueda orar, dirigirse a Él, en todo momento y lugar.
 La certeza que la misericordia de Dios ha tocado los corazones, conduce a su vez, a ofrecer cada domingo la fracción del pan, la Eucaristía, por la que agradecemos  los dones recibidos.
Vivenciada la misericordia de Dios personal y en comunidad, conduce a buscar el alimento del espíritu en la Palabra de los Apóstoles.
El sentir el peso  de la misericordia divina, hace que sea  misericordioso con los demás, y como vivencia  de la fe, me acerque a sus miserias compartiendo mis bienes materiales, espirituales, o intelectuales.
Y queridos hermanos, a esto tenemos que remitirnos cada día, sobre todo en estos momentos. El texto del Evangelio afirma que los discípulos se encontraban con las puertas cerradas por temor a los judíos. También ahora las puertas están cerradas por temor al cobid-19, pero a pesar de ello tenemos que llevar a nuestra vida de cada día la mirada nueva que ofrece Cristo Resucitado, sabiendo que estamos en sus manos, y no hemos de caer en las tentaciones que el mundo  plantea y  ofrece.
El incrédulo juzga que debe entretener a la gente encerrada en sus casas consumiendo pornografía, como se ha aconsejado en estos días. Nosotros desde la fe sabemos que hemos de escuchar a los Apóstoles, a la Palabra de Dios. Y si bien esperamos en lo que pueda hacer la ciencia, esta vez y tantas veces, sabemos que en definitiva todo está en manos del Señor.
Recordemos a Cristo, quien hablando de la providencia del Padre, dice: “Ni siquiera un cabello cae de la cabeza de ustedes sin que mi Padre lo permita”. O sea que todo lo que sucede, todo lo que acontece ha sido permitido por Dios, no querido, y allí debemos mirar la voluntad de Dios, que siempre es para nuestro bien, aún en medio de las pruebas.
Hoy en día observo a no pocos católicos reclamando la Misa. Espero que cuando esto termine todos los católicos se comprometan a vivir la Misa dominical, ya que  antes de la pandemia  no pocos creyentes preferían un día de campo antes que la Misa, resultando palpable  la pérdida  de la fe sin que existiera  mirada sobrenatural alguna sobre la vida.
Es verdad que no pocos, son constantes en la vivencia de la misa dominical, y llevan una vida familiar católica, luchando por la verdad y el bien, pero no se comprometen, sin embargo, a vivir en la comunidad parroquial, ya que no asumen que en ella  se da su inserción en la Iglesia.
Qué hermoso sería que después que pase todo esto, cada comunidad viva a fondo la experiencia de los primeros cristianos relatada por los Hechos de los Apóstoles: se reunían asiduamente para escuchar la Palabra, ponían en común los bienes materiales quienes los tenían, o los bienes espirituales o intelectuales, u otra forma; celebraban la fracción del pan, la Eucaristía, elevaban la oración confiada al Padre de las misericordias.
¡Qué hermoso  que las comunidades renazcan en Cristo Resucitado a una vida  nueva, distinta, logrando la  unión con Cristo y entre los hermanos!
Cuántas veces nos quejamos en nuestras parroquias de que cada grupo o cada movimiento es una especie de francotirador. Se ocupa de lo suyo, y no sabe lo que hace el otro grupo, el otro movimiento.
Pues bien, este es el momento de ponerse a pensar seriamente qué hará cada uno, cómo me uniré a los demás, tratando de vivir lo que se describe como la vivencia de las primitivas comunidades.
Y no hay que decir “bueno pero eso se vivió al principio, ahora las cosas han cambiado”. La fe no cambia, y la esperanza en la vida eterna tampoco debe cambiar, contamos para ello con la presencia del Señor.
Al respecto, el texto del Evangelio pone en boca de Jesús: la paz esté con ustedes, pero con su resurrección corresponde decir  “la paz está con ustedes”, ya que contamos con su presencia salvadora.
De hecho el mismo Señor asegura que Él otorga la paz que el mundo no puede dar, porque el mundo ofrece paliativos para entretenernos y  dejan el corazón del hombre cada vez más vacío, entretenido en la pavada y no realmente profundizando  en la vida y  verdad de la fe.
Y hablando de la misericordia divina, recordemos que ésta supone la conversión del corazón. Porque muchas veces decimos “Dios es tan bueno, tan misericordioso”,  nos representamos a un Dios bonachón, que hace la vista gorda a lo que hace la persona humana, y no es así.
Dios se acerca a las miserias de cada uno de nosotros  para rescatarnos,  salvarnos, queriendo  sacarnos de estado de pecado, pero la misericordia divina ejercida en nosotros supone la conversión, el deseo de comenzar una vida nueva para lo cual   Jesús nos deja el signo perfecto de la misericordia, el sacramento de la Confesión o reconciliación.
Lo dice el texto del Evangelio de hoy, cuando el Señor entregando el Espíritu Santo a los Apóstoles les dice: “los pecados serán perdonados a los que ustedes se los perdonen, y serán retenidos a los que ustedes se los retengan”.
La institución del sacramento de la Reconciliación supone que todos aprovechemos este regalo del Señor confesándonos con frecuencia y  exige, a su vez, que los sacerdotes estemos disponibles para ser instrumentos de la gracia que Jesús ofrece a todos.
La vivencia de la Pascua hace necesario que abunde más este sacramento y que haya una correspondencia entre  confesión y  comunión.
Ustedes se preguntarán por qué digo esto. Recuerdo aquella afirmación de Monseñor Zazpe, hace ya más de cuarenta años, “en la actualidad hay inflación de comuniones y recesión de confesiones”. Este dicho es totalmente actual en nuestro tiempo, y yo diría peor todavía, ya que el sacramento de la reconciliación es considerado por muchos como objeto del pasado, rigiendo la mentalidad protestante de confesarse directamente ante Dios, y peor aún, se ha  perdido el sentido del pecado, como recordaba el papa Pío XII  en su tiempo.
Por eso la misericordia de Dios no es meramente un don que Dios tira así al boleo, para que lo reciba cualquiera, sino que es un don, a través del sacramento de la Reconciliación, que supone el  querer recibirlo, y una vez recibido, trabajar y luchar para crecer en  la vida de santidad.
Queridos hermanos, aprovechemos estos días de Pascua para vivir gozosamente la Resurrección del Señor y afirmemos nuestra  fe. 
No seamos como Tomás, “si  no meto el dedo en las heridas de los clavos, y  la mano en la herida del costado, no creeré”. Si para creer  exigimos al Señor que haga milagros constantemente,  no creceremos nunca en la fe.
Pidámosle al Señor que creyendo en su Resurrección nos  otorgue el que  podamos avanzar en la Reconciliación con Dios y con todos.
 

Padre Ricardo B. Mazza. Cura Párroco de la parroquia “San Juan Bautista” en Santa Fe de la Vera Cruz, Argentina. Homilía en IIdo domingo de Pascua. 19 de abril de 2020.- ribamazza@gmail.com; http://ricardomazza.blogspot.com;



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